Sonríe

13

La habitación está rodeada por un espejo gigantesco justo frente a mí. Es imposible no verlo, y mucho menos, ver lo que refleja con tanta sinvergüenza y malicia. Junto a mí, a la derecha en efecto hay algo tal como Don Gustavo me dijo, pero no se trata de un interruptor, sino del cuerpo mutilado de un hombre que porta un vestido rosa de flores amarillas. Parece de una niña no muy pequeña. Sus labios están cosidos hacia arriba con hilaza para hacerlo sonreír. Puedo reconocerlo: es Octavio, mi compañero de clases y miembro de mi equipo en la clase de terapia conductual…

A mi mano izquierda hay otro hombre, tampoco tiene brazos ni piernas, como Octavio, y en sus mejillas veo resplandecer la hilaza. El vestido que lleva no tiene flores, sino pequeños corazones azules. Carlos, mi maestro y el psiquiatra amigo de Don Gustavo.

—…oírme, ¿verdad? —percibo una voz femenina que deambula a mi lado, pero a duras penas entiendo lo que dice—… resistir. Por favor…

Mis ojos se deslizan a través de la habitación, hacia el escenario donde estoy seguro de que Slippy realizó el acto de ventriloquía. Tan es así, que mi mirada de inmediato empieza a buscar el «muñeco» que utilizó al principio y de cuya presencia se despedía el aroma a podredumbre. No quiero seguir viendo, pero los ojos dejaron de obedecerme.

Al fondo de la habitación, cerca del vidrio y a punto de caer de la tarima que funge como escenario, noto un tercer cuerpo; tiene las mismas características que los dos anteriores, excepto porque esta vez se trata de una mujer: Erika. Mi compañera…  Su cráneo está roto y le desfigura el rostro, pero puedo apostar a que también tiene cosida una sonrisa. Ese es el hilo de todo esto, es la constante. Esa maldita expresión facial.

Quiero apartar la vista llorando mil perdones, tirarme arrodillado mientras suplico por piedad, pero no solo mis ojos ya no reaccionan, ninguna parte de mi cuerpo lo hace. Catatónico, los ojos vacíos de quien fue Slippy se hunden en el fondo de los míos, inundan mi ser para tragarse la poca cordura que aún poseo. Floto entre voces que relatan la historia de María y Don Gustavo una y otra vez a diferentes volúmenes y tonos. María canta esa horrenda canción. El sonido del disparo se repite sin cesar. Me siento cual esquizofrénico. Después de todo esto, tal vez ya soy así.

—Por favor, mírame. —Escucho esa dulce voz decirme y mis ojos deciden darle la oportunidad de mirarla.

Está cubierta de hollín y hay marcas de sangre seca sobre su ropa. ¿Qué clase de alucinación será ella? ¿Estará representando la culpa, de ahí su apariencia gentil? La veo llevarse un mechón de cabello negro tras la oreja antes de masajearme las piernas, como si buscara obtener algo con ello. ¿Es que planea que me ponga de pie?

—Así es —responde como si hubiese leído mis pensamientos—, necesito que te pongas de pie para salir de aquí los dos juntos. Y no es que lea tus pensamientos, estás hablando en voz alta.

¿Eso hago? Si es así, ¿por qué oigo todo con un eco difuso, como si estuviese en mi cabeza?

—Porque estás en shock. Tu cerebro se está protegiendo para evitar que este trauma te genere un daño demasiado grave. No estás conjugando los verbos pero no te das cuenta. Ahora arriba, debemos salir de aquí antes de que ellos nos encuentren… y le pongan fin a esto.

Solo palabras sin sentido escucho salir de su boca antes de que me ayude a ponerme de pie. Mis piernas se quejan por el esfuerzo pero lo logro con un quejido. Cojeo, mi pierna izquierda se arrastra sobre el cemento mientras nos movemos. Vuelvo a mirar hacia la joven. Su piel es tersa y ligeramente oscura, como el caramelo. Se siente tan real que no estoy seguro de si se trata de una alucinación, o ella es un ángel de la muerte que vino a reclamar mi alma.

Cruzamos un umbral de luz enceguecedora y mis labios se curvean hacia arriba. Por primera vez desde que estoy aquí sonrío de forma sincera. No sé con certeza que está pasando, pero de corazón espero que ella sea la segunda opción. No quiero vivir en un mundo donde los pecados se disfrazan de amor.




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