El silencio era tan denso que podía oír el crujir de mis nudillos inflamados. Serguéi yacía inconsciente bajo mí, su respiración agitada empañando el suelo frío. Me incorporé lentamente, el sabor a cobre inundando mi boca donde el puñetazo había conectado. Cada músculo gritaba, pero mantuve la espalda recta.
Cincuenta pares de ojos me perforaban, la incredulidad congelada en sus rostros. Hasta Andréi Grómov había perdido su sonrisa arrogante. Su mirada era un campo minado: rabia, respeto forzado y algo más… calculador.
—Blyad— masculló alguien entre la multitud.
Fue la chispa. El silencio estalló en un rugido ensordecedor.
—¡ROMANOV! ¡ROMANOV! ¡ROMANOV! – Mi nombre resonó contra las paredes de acero. Serguéi se movió, aturdido, y dos reclutas corrieron a ayudarle. Al pasar, uno —un tipo delgado con cicatrices en las manos— me asintió con un gesto brusco. Reconocimiento.
—¡Basta! — La voz de Grómov cortó el clamor. Avanzó hacia mí, sus botas resonando. Se detuvo a un palmo de distancia, el calor de su ira palpable. —¿Satisfecha, Princesa? — El apodo ahora sonaba a desafío. Sus ojos azul acero escarbaron los míos. — ¿O necesitas humillar a otro para probar que el vientre de tu Πana, te dio más que un apellido?
—No fui yo quien puso a Serguéi frente a mí, Coronel. Solo respondí. Como cualquier soldado haría. –Apreté los puños. Un músculo le saltó en la mandíbula. Una sonrisa fría, peligrosa, le torció los labios.
—Muy bien, Romanov. Juguemos. — Giró hacia el escuadrón, su voz amplificándose. —¡Escuadrón 02! ¡Formación de combate Delta, SEVERYANA! ¡Ahora!
El bullicio se apagó, reemplazado por el crujir de botas y el chasquido metálico de fusiles. En segundos, cincuenta hombres formaron un rombo perfecto. Dimitri apareció a mi lado, empujándome suavemente hacia la retaguardia.
—Flanco izquierdo, detrás de mí — susurró, tenso. —Y no hagas nada heroico. Andréi no perdona dos veces. – Grómov recorría la formación como un lobo. Se detuvo frente a mí.
—Los AQ-09A no son bestias, Romanov. Son lobos con rostro humano. Velocidad, coordinación de manada, aniquilación. Olvida combates justos. Aquí se mata o se muere. — Sacó una pistola pesada de su cartuchera y me la lanzó. Una GSh-18. —Veinte rondas. No desperdicies ni una. Dimitri te cubrirá. Si te separas, estás muerta.
Antes de que pudiera responder, una sirena desgarró el aire.
–¡UUUUUU-AAAAAH! ¡UUUUU-AAAAAH! – Luz roja inundó la sala. El suelo vibró con una sacudida sorda, seguida de algo peor: un aullido. Largo, agudo, antinatural, que rasgaba el tímpano y hacía vibrar los huesos. No era de dolor. Era de cacería. Un ataque.
—¡CONTACTO PERÍMETRO ESTE! —rugió Grómov, desenfundando su fusil. —¡MÓVANSE! ¡ES LA MANADA! – Corrimos por pasillos estrechos iluminados por luces estroboscópicas. Dimitri corría a mi lado.
—¡El aullido! —gritó sobre el estruendo. —¡Es él! ¡El 09A! ¡Paraliza el sistema nervioso! ¡Agáchate y cúbrete los oídos si puedes! ¡No los mires a los ojos, hipnotizan!
Salimos a un patio de maniobras exterior. La noche moscovita era una bóveda helada, rota por llamas distantes. La luna llena iluminaba escenas de pesadilla.
– ¡Auuuuuuuuu-HOOOOOOOOL! – El aullido golpeó como un mazo. Sentí un escalofrío paralizante recorrer mi columna. No. Resistir.
Entonces los vi.
Siete siluetas se movían entre las sombras y los escombros con una agilidad imposible. Humanas, pero no. Patas largas y musculosas, desproporcionadas, que les permitían saltar entre los restos de vehículos como gacelas demoníacas. Movimientos fluidos, coordinados, depredadores. Llevaban harapos de lo que fueron uniformes militares rasgados por músculos hipertrofiados. Sus rostros… eran humanos, pero transformados por algo salvaje: mandíbulas prominentes, dientes afilados visibles en gruñidos perpetuos, y ojos que brillaban con un amarillo lupino en la oscuridad, cargados de una inteligencia fría y hambrienta.
—¡¡DISPERSIÓN ALFA!! —ordenó Andréi, su voz un rugido sobre el caos. —¡Apunten a las articulaciones! ¡Ralentícenlos!
Uno de ellos, una mujer con el pelo corto y enmarañado como una crin, saltó desde un tanque destruido. Cayó a diez metros de nosotros, agachada como un felino, sus dedos terminados en garras negras arañando el concreto. Sus ojos amarillos se clavaron en mí. Una sonrisa grotesca, demasiado ancha para su rostro, le retorció los labios.
—¡La cachorra del Zar quiere jugar! — aulló, su voz un chirrido gutural, apenas humana. —¡Aleksander la quer-r-r-rá viva!
—¡FUEGO! —gritó Dimitri, descargando su fusil hacia sus piernas.
La mujer-AQ saltó hacia un lado con una velocidad que desdibujó su forma, esquivando los disparos como si fueran lentos. Otros dos, machos enormes con cicatrices cruzando sus torsos desnudos, flanquearon por la derecha. Sus movimientos estaban perfectamente sincronizados, como una trampa mortal.
—¡Romanov, MUÉVETE! —La voz de Andréi fue un latigazo.
Me arrojé a un costado justo cuando una garra afilada silbó donde había estado mi cabeza. Rodé sobre el hombro, levantando la GSh-18. Disparé dos veces. El AQ macho que me había atacado gruñó al sentir una bala impactar en su muslo, pero no cayó. Solo se lamió la herida con una lengua negra y larga, sus ojos brillando con furia.
—¡Son rápidos, maldición! —maldije, recargando. —¡Las articulaciones apenas las frenan!
—¡Requieren más plomo! —rugió Andréi, acribillando a otro que se acercaba por el flanco. El impacto de las balas de alto calibre en su pecho lo hizo tambalear, pero siguió avanzando, ensangrentado pero rabioso.
Entonces lo oí. No un aullido. Una orden. Profunda, resonante, cargada de una autoridad bestial que hizo temblar el aire mismo.
—¡Sujat'!— (¡Sujetadla!)
Venía de las sombras cerca del edificio en llamas. Allí, apoyado contra un muro calcinado como un espectro, estaba él.
Aleksander Solovyev.
Lo reconocí al instante, a pesar de la transformación. Fotografías de sus días como héroe del Grupo B#7 decoraban los pasillos del Ministerio. Tenía 28 años, pero ahora parecía tallado en hueso y músculo puro. Sus piernas, alargadas y terminadas en pies descalzos con garras, lo elevaban sobre los demás. Llevaba solo pantalones militares rasgados, mostrando un torso cruzado por cicatrices nuevas y viejas. Su rostro conservaba rasgos humanos marcados, pero sus ojos… eran los de un lobo alfa: dorados, inteligentes, fríos, y clavados en mí con una intensidad que heló mi sangre. Una sonrisa lenta, cruel, le recorrió el rostro al reconocerme. No necesitaba aullar. Su presencia era un campo de fuerza de pura malicia.