El ulular se perdió entre los escombros humeantes, pero su eco permaneció enganchado en la médula espinal como un gusano de hielo. Andréi Grómov no dio tiempo para el terror. Su voz, un rugido de mando que cortó la niebla helada y el olor a pólvora quemada, nos arrancó de la parálisis.
—¡MOVIMIENTO! ¡PERÍMETRO SEGURO, AHORA! ¡COBERTURAS ALTERNADAS! ¡ROMANOV, EN EL CENTRO! — Sus ojos, azules como el acero glacial, me perforaron. Cebo. La palabra flotó entre nosotros, tácita pero letal. Dimitri me empujó suavemente pero con firmeza hacia el núcleo del grupo que se reformaba con rapidez disciplinada, aunque se notaban las sacudidas en las manos al recargar cargadores, el jadeo ahogado.
El regreso a la base fue una pesadilla táctica. Cada sombra alargada por la luna llena podía esconder un salto repentino. Cada crujido entre los escombros helados era una garra presta a desgarrar. Avanzábamos en zigzag, usando los cascos de vehículos volcados, los muros semiderruidos de edificios bombardeados, cualquier cosa que ofreciera un segundo de cobertura. La velocidad de los AQ-09A era lo más aterrador. No eran ráfagas, eran apariciones. Un susurro de viento, un destello de ojos amarillos en la oscuridad, y ya estaban encima, para desaparecer de nuevo como fantasmas bestiales antes de que una ráfaga coordinada pudiera alcanzarlos. Una vez, una silueta esbelta y con movimientos felinos – la hembra de pelo corto – se encaramó en un tejado frente a nosotros, sus ojos brillando con una curiosidad sádica directamente hacia mí. Un gruñido gutural, casi una risa, y saltó hacia otra sombra antes de que Andréi pudiera dar la orden de fuego.
—¡Malditos lobos de mierda! — escupió un recluta joven, "Pável", según el parche descolorido en su hombro. Tenía una herida superficial en el brazo, la tela rasgada y manchada de rojo oscuro que apenas empezaba a congelarse. Su fusil temblaba.
—¡Enfoca, soldado! — bramó Andréi sin mirarlo, sus ojos barriendo constantemente el terreno elevado. —¡Guardan energía! ¡Están jugando! ¡El ataque de antes fue solo un… reconocimiento!
La palabra cayó como una losa. Un reconocimiento. Para probar nuestras defensas. Para probar mi reacción. Para probar el control que tenían sobre nosotros, sobre el miedo. El odio en mi interior, ya una brasa constante, avivó con gasolina. No eran solo monstruos, ni siquiera esclavos. Eran depredadores inteligentes, dirigidos por una voluntad perversa, y yo era el trofeo.
Llegamos al perímetro seguro Gamma, una sección menos dañada de la base "Perun", protegida por gruesos muros de hormigón reforzado y torretas automáticas que barrían el exterior con lentes infrarrojos chirriantes. Las pesadas puertas blindadas se cerraron detrás de nosotros con un estruendo final. El silencio relativo fue repentino, casi violento, roto solo por los gemidos de los heridos y el crujir de botas sobre cristales rotos y restos de munición.
El interior era un cuadro del infierno post-apocalíptico. La luz de emergencia, roja y parpadeante, pintaba sombras danzantes en las paredes desconchadas. El olor era una mezcla nauseabunda: desinfectante agrio, sangre fresca y vieja, quemaduras de plasma, sudor agrio y por debajo, ese rastro tenaz, animal, a lobo que se les pegaba a los AQ y que ahora impregnaba a los que habíamos luchado contra ellos. Camillas improvisadas con tablones y mantas ocupaban lo que antes era un hangar de vehículos. Los gemidos eran constantes. Un médico con la bata manchada de rojo carmesí y el rostro demarcado por el agotamiento corría entre ellos, sus órdenes eran gritos roncos.
—¡Necesitamos plasma universal, YA! ¡Este se nos desangra!
—¡Las vendas compresivas están en el Almacén 3, pero el pasillo central está bloqueado por escombros!
—¡Díganle a Schneider que si no mandan antibióticos, vamos a perder a media docena por infección! ¡Estas heridas de garras… se pudren rápido! – Andréi se plantó en medio del caos, su figura imponente un punto de ancla momentáneo.
—¡Mordvichev! — Dimitri se cuadró automáticamente, aunque cojeaba. —Organiza equipos de barrido. Necesitamos agua potable, vendas, analgésicos, cualquier antibiótico o antiséptico que encuentren. Revisen los almacenes laterales, los camiones volcados… ¡Saquen todo! ¡Pável! — El joven soldado se irguió, palideciendo. —Tú y tu escuadra, aseguren el perímetro interior. Puertas laterales, respiraderos, alcantarillas. ¡Nada de más de 10 cm de diámetro sin vigilancia! Esos malditos son flexibles. — Su mirada se posó en mí, fría, evaluadora. —Romanov. Conmigo. Ahora.
Lo seguí a través del hangar convertido en hospital de campaña, esquivando charcos de líquidos innombrables y camillas con cuerpos que respiraban con dificultad. La mirada de los heridos me seguía. Algunos con respeto tras la pelea con Serguéi y el combate exterior. Otros con resentimiento. La hija del presidente. La que atrajo a los lobos. El odio en mí creció, un escudo contra su dolor y su juicio.
Andréi empujó la puerta de lo que había sido una pequeña oficina de control. Ahora era un refugio lúgubre, iluminado por una lámpara de emergencia parpadeante. Mapas de Moscú, plagados de marcas rojas (zonas perdidas) y azules (puntos de resistencia), cubrían una pared. En el centro, sobre una mesa metálica manchada de grasa, reposaba la tableta militar agrietada con los expedientes de Mueller. Al lado, un equipo de radio portátil gruñía con estática y fragmentos de transmisiones desesperadas.
—Siéntate — ordenó bruscamente, sin mirarme. Se acercó a la mesa y encendió la tableta. La luz azulada iluminó su perfil duro, las nuevas arañazos en su mejilla ya formando costras oscuras. —¿Cuánto sabía tu padre realmente? — preguntó sin preámbulos, su voz un susurro ronco cargado de acusación. Señaló la carta de renuncia de Mueller en la pantalla. —«Despojo injustificado». «Decisiones cuestionables». ¿Romanov firmó la orden de entregar los sujetos y el genoma a este… James Dark? – Me enfrenté a su mirada. El frío del odio me daba claridad.