El grito humano se apagó como una vela en un ventarrón, pero su eco quedó grabado a fuego en mis huesos. Andréi no perdió un segundo. Su rugido llenó la lúgubre oficina.
—¡Mordvichev! ¡Refuerza el triaje! ¡Doble guardia! ¡Nadie solo! — Dimitri salió disparado, su cojera olvidada. Grómov se volvió hacia mí, su mirada azul hielo perforando la penumbra rojiza. —Tú. Conmigo. Vamos a cazar ratas.
No era una invitación. Era una orden sellada con el sonido de mi GSh-18 al ser empuñada. El frío del cañón de acero era un consuelo familiar. El odio, mi viejo amigo, fluía por mis venas como mercurio, pesado y letal. Ratas. No. Lobos. Lobos con rostro humano que afilaban sus garras en nuestros conductos de ventilación.
Salimos a la penumbra del hangar-hospital. El caos había mutado en una tensión electrizante. Los heridos miraban con ojos desorbitados hacia las rejillas de ventilación en el alto techo. Las luces de emergencia parpadeaban, arrojando sombras danzantes y traicioneras. El aire olía a miedo, a sangre, a desinfectante… y ahora, a algo más. Un olor animal, musgoso, agrio. A pelo húmedo y tierra revuelta. Ellos.
Andréi señaló con un movimiento brusco de la cabeza hacia una escalera metálica que subía a una pasarela de mantenimiento. Seguí, cada paso resonando en el silencio sepulcral que se había adueñado del vasto espacio. Desde arriba, la vista era más aterradora. Las rejillas de ventilación, cuadrados oscuros en la chapa del techo, parecían heridas abiertas. Una de ellas, cerca del extremo noreste, mostraba las barras metálicas retorcidas hacia adentro, como si hubieran sido abiertas por manos… o garras… monstruosamente fuertes.
– Shhhhkkk-rriiiik…– El sonido me heló la sangre. Venía de dentro del conducto. Agudo, metálico, prolongado. Como una uña gigante, afilándose deliberadamente contra el metal.
—¡Dios santo…! — susurró un soldado apostado abajo, blanco como el papel.
— Shhhhkkk-rriiiik… Shhhkkk-RIIIIK! — Más fuerte. Más cerca. Era un sonido de advertencia. Un sonido de diversión sádica. Andréi hizo una seña: silencio absoluto. Nos agazapamos junto a la rejilla violada. El olor a bestia era aquí casi sofocante, mezclado con el polvo metálico del conducto. Apunté mi pistola hacia la oscuridad, mis nudillos blancos sobre el agarre. Mi respiración era el único sonido en mi cabeza, un martilleo sordo contra mis tímpanos.
De repente, un par de ojos brillaron en la negrura. No eran amarillos, como los de la hembra o de Aleksander. Eran más pequeños. Verdes. Brillantes como esmeraldas emponzoñadas, reflejando débilmente la luz roja de emergencia. Y estaban muy cerca.
—El pequeño — murmuró Andréi, su voz un susurro áspero. —El más rápido. El explorador. – Los ojos se movieron. Desaparecieron. Un roce rápido, casi imperceptible, contra el metal.
– Shfft-shfft-shfft. – El sonido de algo moviéndose con una agilidad espeluznante en el espacio confinado.
– Shhhhkkk-rriiiik! – El chirrido de las garras afilándose de nuevo, ahora justo al otro lado de la rejilla, tan cerca que sentí que arañaban mi propio cerebro.
– ¡CRASH!
De repente, una figura se abalanzó hacia abajo desde una rejilla intacta a tres metros de distancia. No hacia nosotros. ¡Hacia los heridos! Era una silueta más menuda, quizás de 1,70 metros, pero con las piernas desproporcionadamente largas y delgadas, como patas de grulla endemoniadas. Llevaba harapos de un uniforme de laboratorio. Su rostro era juvenil, quizás no más de 25 años, pero desfigurado por la bestialidad: boca abierta en un rictus que mostraba dientes puntiagudos, demasiados dientes, y una mandíbula que parecía desencajada. Sus ojos verdes giraban locamente, sin foco humano, solo hambre y una chispa de inteligencia perversa. Sus manos… Dios, sus manos… terminaban en garras negras, largas como dagas curvas, que chispearon contra el suelo de cemento cuando aterrizó en cuclillas con un ¡thump! sordo.
—¡¡CONTACTO EN LA SALA!! — rugió Andréi, abriendo fuego con su fusil.
El estruendo fue ensordecedor en el espacio cerrado. El pequeño AQ-09A, el explorador, se movió como un espejismo. Giró, retorciéndose en el aire con una flexibilidad imposible, esquivando la primera ráfaga. Sus garras silbaron al desgarrar el brazo de un soldado que intentaba levantarse de su camilla. Un chorro de sangre roja brillante salpicó las paredes. El grito del hombre fue ahogado por un gruñido triunfal, gutural, que salió de la garganta del AQ.
– Grraaaak-kh!
—¡¡NOOO!! — grité, la rabia explotando en mi pecho. Apunté con mi GSh-18, pero la criatura ya no estaba allí. Había saltado, impulsándose con sus poderosas piernas traseras, hacia un montón de suministros médicos. Botiquines y vendas volaron como confeti.
– Shhhhkkk-rriiiik! Shhhhkkk-rriiiik!
El sonido vino de nuevo, pero ahora desde múltiples rejillas. ¡No estaba solo! Los otros estaban arriba, en los conductos, afilando sus garras, riéndose en su lenguaje de chirridos metálicos. Era una distracción. Una trampa.
El pequeño saltó de nuevo, esta vez hacia la puerta bloqueada que conducía a los almacenes profundos. Quería escapar. Quería llevar información… o simplemente sembrar más terror.
—¡Cazalo! — ordené, no a Andréi, sino a mis propios instintos. Corrí por la pasarela, saltando escalones de dos en dos, mi corazón golpeando como un tambor de guerra. Abajo, el caos reinaba. Disparos, gritos, el aullido agudo del pequeño AQ cada vez que esquivaba una bala con una pirueta grotesca. Sentí, más que vi, a Andréi cubriéndome, su fuego manteniendo a raya a los otros que amenazaban con bajar.
Atrapé al pequeño en un corredor lateral, justo antes de que alcanzara una portezuela de mantenimiento medio abierta. El pasillo era estrecho, iluminado solo por una bombilla parpadeante. El olor a bestia aquí era denso, opresivo. Él se giró, encorvado, sus ojos verdes brillando con una mezcla de rabia y… ¿miedo? Sus garras, negras y relucientes, se alzaron.