El silbido de las garras afilándose en los conductos era un mantra de terror.
– Shhhhkkk-rriiiik… Shhhhkkk-rriiiik…– Cada raspada vibraba en los huesos, una cuenta regresiva macabra. El cuerpo del pequeño AQ-09A, el explorador de ojos verdes, yacía a mis pies, su sangre oscura y espesa mezclándose con la mía, más roja, más humana, que goteaba de la herida en mi antebrazo. El dolor era un latido sordo, pero insignificante comparado con el frío que se apoderaba de mi alma. Había matado. A una víctima. A un arma. La diferencia se desdibujaba en el hedor a muerte y bestia.
—¡No nos podemos quedar aquí! — La voz de Dimitri, normalmente calmada, tenía un filo de pánico. Apoyado contra la pared metálica del estrecho corredor, su fusil apuntaba nerviosamente hacia el techo, hacia las rejillas por donde el sonido infernal seguía emanando. —¡Ellos controlan los conductos! ¡Nos pueden atacar desde cualquier punto!
Andréi se agachó junto al cadáver del pequeño AQ, no con compasión, sino con la brutal eficiencia de un carnicero de guerra. Con un cuchillo de combate, cortó con un movimiento rápido y certero alrededor del dispositivo incrustado en la base del cráneo. Un chasquido húmedo, repugnante. Lo arrancó. Era un cilindro metálico del tamaño de un pulgar, ahora manchado de sangre y tejido cerebral. La pequeña luz roja estaba apagada. Muerta como su portador. Lo guardó en un bolsillo sellado de su uniforme sin decir palabra. Su rostro era una máscara de granito, pero sus ojos, azules como un cielo de invierno antes de una tormenta, reflejaban la misma comprensión helada que yo sentía: Esto era solo el principio.
—Tienes razón, Mordvichev — dijo Grómov, levantándose. Su voz era un rugido bajo, destinado solo a nosotros. —Este lugar es una ratonera. El perímetro Gamma está comprometido. — Miró hacia el extremo del corredor, donde la portezuela de mantenimiento medio abierta parecía una boca oscura. —Ahí. El túnel de mantenimiento de vapor. Conduce a las antiguas calderas, y de ahí a los túneles de servicio bajo la ciudad. Es nuestra única salida.
– ¡CRIIIIIIK-RAAAK!
De repente, la rejilla de ventilación justo encima de nosotros cedió. Las barras de metal se retorcieron hacia adentro como papel de aluminio bajo una garra monstruosa. Un hocico alargado, cubierto de pelo corto y oscuro, con dientes amarillentos demasiado grandes para una boca humana, asomó. Un ojo, amarillo sulfúrico y lleno de una inteligencia maligna, nos escudriñó. Un gruñido profundo, como piedras moliéndose en su garganta, resonó en el espacio confinado.
– Grraaawl-khuh…
—¡¡ABAJO!! — gritó Andréi, empujándome a un lado mientras descargaba su fusil hacia la abertura. Los proyectiles perforantes impactaron contra el metal, levantando chispas, pero la criatura ya se había retirado con una velocidad sobrenatural. Solo quedó el eco de su gruñido burlón y el crujir de sus garras alejándose rápidamente por el conducto.
–Shfft-shfft-shfft…– Una risa ronca, gutural, siguió a su paso. Jugando.
—¡Malditos hijos de puta! — escupió Dimitri, recargando su fusil con manos temblorosas. —¡Nos están acorralando!
—¡Movimiento! ¡YA! — ordenó Andréi, sin perder la calma glacial. Corrió hacia la portezuela de mantenimiento, tirándola completamente abierta con un chirrido de goznes oxidados. Más allá, solo oscuridad y un olor a moho, óxido y tierra húmeda. El túnel de vapor. Nuestro infierno temporal.
—¡Escuadrón 02! ¡Retirada táctica por el túnel Alfa! ¡Ahora! ¡Cubran la retaguardia! — El grito de Andréi retumbó en el hangar, cortando el llanto de los heridos y el murmullo del pánico. Soldados asustados pero disciplinados comenzaron a moverse, ayudando a los que podían caminar, cargando a los más graves en improvisadas parihuelas. El sonido de las garras afilándose en los conductos se intensificó, como si los lobos supieran que su presa intentaba escapar.
– Shhhhkkk-RIIIIK! Shhhhkkk-RIIIIK! – Era un estruendo ahora, ensordecedor, deliberado. Una sinfonía de terror.
Seguí a Andréi hacia la oscuridad del túnel, Dimitri a mi lado. Mi brazo herido palpitaba con cada latido del corazón, la sangre empapando la venda improvisada que me había puesto. El túnel era estrecho, apenas dos metros de ancho, con tuberías gruesas y oxidadas recorriendo las paredes y el techo abovedado. El suelo era de tierra apisonada y restos de carbón. La única luz provenía de las linternas táctiles de los primeros soldados, que proyectaban sombras danzantes y alargadas, convirtiendo cada bulto en una amenaza potencial.
– ¡Auuuuuu-HOOOOOOL!
El aullido vino de atrás, desde la boca del túnel que acabábamos de dejar. No era un grito de dolor por el pequeño. Era un sonido claro, limpio, lleno de una autoridad bestial y una promesa de persecución. Aleksander. Dando la orden. La cacería continuaba.
—¡Apaguen las luces! — susurró Andréi con ferocidad. —¡Solo las de guía adelante! ¡Silencio absoluto!
Las luces traseras se apagaron, sumergiendo la retaguardia del túnel en una oscuridad casi total, rota solo por los débiles haces que iluminaban el camino unos cincuenta metros adelante. Avanzamos en un silencio tenso, roto solo por el crujir de botas sobre el suelo, la respiración agitada y los gemidos ahogados de los heridos. El aire era denso, cargado de polvo y el olor a miedo. Cada sombra, cada susurro del viento que se colaba por alguna grieta lejana, era un AQ acechando.
– Scratch… scratch… scratch…
El sonido era suave, apenas audible. Venía de arriba. De las tuberías que recorrían el techo del túnel. Como si algo… varios algo… se estuvieran arrastrando por encima de nosotros, siguiendo nuestro avance. Mis sentidos, afinados por el odio y la adrenalina, captaron el leve cambio en el aire: el olor a bestia se intensificaba. Estaban ahí. Arriba. Siguiéndonos. Disfrutando del juego.
—No disparéis — murmuró Andréi, su voz un hilo de seda en la oscuridad. —A menos que estén encima. Conserven la munición. Sigan avanzando.