La sala de calderas era la boca de un titán de hierro agonizante. El aire, espeso con el olor a óxido, hollín y una humedad estancada que se pegaba a la garganta, pesaba como una losa. La luz anaranjada y parpadeante de los rescoldos en los hornos apagados pintaba monstruos danzantes en las paredes cubiertas de telarañas y las máquinas gigantescas, siluetas retorcidas de bombas, válvulas y tuberías del grosor de troncos que serpenteaban hacia la oscuridad del techo abovedado. El eco de nuestros pasos apresurados, los jadeos ahogados, los gemidos de los heridos transportados a duras penas, rebotaba en el metal, creando una cacofonía que parecía gritar: ¡Estamos aquí!
Desde las profundidades oscuras del túnel, un gruñido burlón le respondió, seguido del rápido:
– shfft-shfft-shfft– de algo retirándose con agilidad sobrenatural. No habían entrado. No todavía. Estaban saboreando el momento, apretando el cerco.
—¡Mordvichev, tú y Pável lideren! — ordenó Andréi, recargando su fusil con movimientos rápidos y mecánicos. Su respiración era pesada, pero su voz no temblaba. —¡Romanov, con ellos! ¡Los heridos primero! ¡Rápido! ¡El resto, cobertura escalonada! ¡Vigilen las PASARELAS! — Alzó la vista hacia las estructuras metálicas elevadas que cruzaban la sala como puentes de araña sobre nuestras cabezas. Allí, en las sombras entre las máquinas, las sombras parecían moverse con vida propia.
El avance a través de la sala de calderas fue una marcha fúnebre bajo el acecho constante. Cada paso resonaba demasiado alto. Cada suspiro de una tubería de vapor fría, cada crujido de metal al enfriarse, sonaba como la pisada sigilosa de un depredador. Las luces de nuestras linternas táctiles, ahora encendidas por necesidad, eran faros diminutos en un océano de oscuridad y óxido, atrayendo miradas que sentíamos, pero no veíamos.
– Scratch… scratch…
El sonido volvió. Ahora desde arriba a la izquierda. En una de las pasarelas elevadas. Una figura oscura, agazapada, se recortó brevemente contra el tenue resplandor de un horno distante. Era alta, delgada, con las piernas largas dobladas de manera antinatural. Sus ojos reflejaron la luz de una linterna: amarillos, fríos, calculadores. La otra hembra. No la de pelo corto. Otra. Observaba. Evaluando.
—¡Arriba! ¡Pasarela Beta! — gritó un soldado, su voz aguda con el pánico. Varios fusiles se alzaron, los haces de luz bailando frenéticos.
– ¡SHIIINK!
Un destello plateado cayó desde las alturas como un rayo. Una garra, arrancada o lanzada, atravesó el aire y se clavó con un sonido sordo en el hombro del soldado que había gritado.
– ¡Aaargh! – Cayó de rodillas, la garra negra y curva sobresaliendo grotescamente de su carne. El grito fue un cebo perfecto.
– ¡Auuuuu-HOOOOOL! – El aullido de Aleksander estalló desde la boca del túnel, no de dolor, sino de ataque coordinado. Como si una trampa se cerrara, varias sombras se movieron a la vez: Desde la pasarela donde estaba la hembra, otra figura, más corpulenta (¿un macho?), saltó hacia abajo, cayendo como un felino entre dos soldados que cubrían la retaguardia. Desde una pila de carbón abandonada a la derecha, otra silueta, baja y ágil (¿el más rápido después del pequeño muerto?), surgió como un espectro, sus garras silbando hacia las piernas de un hombre que cargaba a un herido. Y desde el túnel mismo, una forma poderosa, demasiado grande para ser humana en su contorno, avanzó con pasos lentos, deliberados, sus ojos dorados brillando como faros malditos en la penumbra. Aleksander. El Alfa. Cazando.
El caos fue instantáneo. Disparos, gritos, el sonido metálico de las garras impactando contra fusiles, el grito desgarrador de carne desgarrada. Andréi rugió órdenes, su fusil escupiendo fuego hacia la figura corpulenta que luchaba cuerpo a cuerpo. Dimitri me empujó hacia la tubería de desagüe.
—¡Sonya, ADELANTE! ¡AYUDA A ABRIR EL PASO! — Su voz era un ronco susurro en medio del pandemónium.
Corrí, esquivando charcos de agua negra y trozos de metal oxidado. Mi brazo herido era un latido de fuego, pero el odio, ese viejo y fiel compañero, me daba alas. Llegué a la boca de la tubería. Pável y otro soldado estaban forcejeando con una pesada rejilla de hierro que la sellaba parcialmente. Estaba oxidada, deformada.
—¡Juntos! ¡Un, dos, TRES! — grité, agarrándome con mi brazo bueno. Empujamos con todas nuestras fuerzas. Los músculos ardieron. El metal chirrió, protestó, y finalmente cedió
– CRAAACK! – el sonido siniestro que resonó al abrirse, dando acceso a un hueco lo suficientemente grande para que pasara un hombre agachado. El hedor que salió de la tubería era nauseabundo: aguas residuales estancadas, podredumbre, algo químico.
—¡Adelante! ¡YA! — ordené, apartándome para dejar pasar a los primeros heridos y sus porteadores. Las luces de las linternas se adentraron en el conducto oscuro, revelando un tubo húmedo y resbaladizo que descendía suavemente hacia lo desconocido.
Detrás, la batalla rugía. Vi a Andréi descargar su fusil a quemarropa contra el macho corpulento, que retrocedió aullando, una hilera de impactos sangrantes en su pecho. Vi a Dimitri, con su agilidad felina, esquivar una embestida del AQ rápido y clavarle su bayoneta en el muslo, haciendo que el monstruo aullara de dolor y rabia. Pero los ojos dorados de Aleksander no se apartaban de mí. Avanzaba sin prisa, esquivando balas con movimientos fluidos, sobrenaturales, como si el pandemónium a su alrededor no existiera. Su objetivo era claro. El cebo.
—¡ROMANOV! ¡POR AQUÍ! — El grito de Andréi me sacudió. Había abierto camino a golpes y disparos hasta cerca de la tubería. Dimitri lo seguía, arrastrando a un soldado herido. —¡LOS ÚLTIMOS! ¡ENTREN!
Un último vistazo atrás. La hembra en la pasarela lanzó otro proyectil-garra, que pasó silbando cerca de mi cabeza y se clavó en la pared metálica. El macho corpulento, herido pero no vencido, rugía intentando levantarse. El rápido cojeaba, pero sus ojos verdes (¿o eran grises?) brillaban con furia asesina. Y Aleksander… estaba a veinte metros. Sus ojos dorados me atraparon. Una sonrisa lenta, cruel, se dibujó en su rostro bestializado. Levantó una garra, no para atacar, sino para señalarme. Un gesto de posesión. Mía.