Sonya: La Ultima Defensa

Capítulo VIII

El aire del amanecer moscovita era una cuchilla de hielo que se clavaba en los pulmones, pero después del hedor a podredumbre y aguas negras del colector, hasta el frío glacial sabía a libertad relativa. El "Perímetro Seguro Alfa" se alzaba ante nosotros. Las luces de los reflectores barrían el cielo gris plomizo, iluminando las cicatrices frescas en sus muros: impactos de artillería que no habían estado allí cuando partimos, alambradas de espino desgarradas como papel, y el humo oscuro que aún se elevaba de la torre de comunicaciones oeste, convertida en un esqueleto retorcido.

Llegamos como espectros salidos de las entrañas de la ciudad. Arrastrando los pies, apoyándonos unos en otros, manchados de lodo, sangre propia y ajena (la roja humana, la oscura y espesa de los AQ), y esa capa grasienta de inmundicia del túnel. El olor que traíamos era una bandera de nuestra derrota parcial, de nuestro escape por los pelos. Los centinelas en las torretas nos apuntaron con sus ametralladoras pesadas hasta que las linternas táctiles de Andréi parpadearon en la secuencia de identificación: corto-largo-corto. Escuadrón 02. Regreso con bajas.

Las pesadas puertas blindadas, marcadas por profundas hendiduras de garras, se abrieron con un gemido de metal estresado. El patio interior de la base "Perun" era un cuadro del caos post-apocalíptico. Lo que había sido un área de formación pulcra ahora era un hospital de campaña al aire libre, ampliado de manera desesperada. Camillas se alineaban bajo lonas rasgadas, sostenidas por postes improvisados. El aire vibraba con un zumbido bajo y constante: gemidos de dolor, tos seca, el llanto ahogado de un recluta demasiado joven, las órdenes roncas de los médicos desbordados.

"¡Necesito más plasma, tipo O negativo, YA!"

"¡Esa herida está infectada! ¡Límpiela con lo que haya, pero límpiala!"

"¿Dónde está el maldito cirujano? ¡Este tiene una garra clavada en el pulmón!"

"¡Silencio, soldado! ¡Aguanta! ¡Aguanta!"

El olor era una bofetada: antiséptico barato, sangre fresca y vieja, pus, quemaduras de plasma, sudor agrio, y por debajo, persistente, el rastro fantasma a lobo que todos llevábamos impregnado en la ropa, en la piel, en el alma. Me llevé la mano instintivamente al antebrazo izquierdo. La herida de la garra del pequeño AQ palpitaba bajo la venda sucia. Un recordatorio punzante.

Andréi se detuvo en medio del patio, escaneando el caos con ojos de halcón. Su figura, alta y ahora encorvada por la fatiga, era un imán para las miradas. Respeto, miedo, una pizca de esperanza moribunda. Él ignoró las miradas, su voz un rugido que cortó el murmullo de fondo.

—¡Mordvichev! — Dimitri, cojeando pero alerta, se cuadró automáticamente. —Informe de situación al General Schneider. Prioridad máxima: bajas, estado defensivo, vulnerabilidades en el perímetro, especialmente conductos de ventilación y desagües. ¡No quiero sorpresas! — Su mirada se posó en el bolsillo sellado de su uniforme. —Y… tengo un artefacto recuperado del objetivo neutralizado. Requiere análisis inmediato.

—¡Entendido, Coronel! — Dimitri asintió y se abrió paso entre las camillas hacia el edificio de mando, una estructura baja y reforzada que parecía la única intacta.

—¡Pável! — El joven soldado, pálido pero firme, se acercó. —Reúna a los que puedan sostenerse en pie. Revisen armamento, munición, reservas de agua y comida. Necesitamos saber qué nos queda para aguantar otro… encuentro. — La palabra "encuentro" sonó como un eufemismo macabro.

—¡Sí, señor!

Andréi se volvió hacia mí. Su rostro, bajo la capa de mugre y sangre seca, estaba surcado de nuevas líneas de tensión. Su mirada azul, sin embargo, no había perdido su intensidad glacial. Recorrió mi brazo vendado, mi uniforme rasgado y sucio, mi cara seguramente marcada por la fatiga y la rabia contenida.

—Romanov. Enfermería. Ahora. — No era una sugerencia.

—Es solo un rasguño — protesté automáticamente, apretando los dientes. El dolor era agudo, pero el pensamiento de estar inmovilizada, vulnerable, mientras los lobos acechaban…

—¡Es una herida de garra de esos malditos! — cortó él, su voz un látigo. —Podría estar infectada con Dios sabe qué mierda genética. Enfermería. Ahora. Es una orden. — Su mirada añadió lo no dicho: No te necesitamos muriendo de septicemia, cebo.

El camino a la enfermería improvisada fue una marcha a través de los círculos del infierno. Pasé junto a camillas donde hombres y mujeres que conocía vagamente, o no conocía en absoluto, yacían con miembros vendados, cabezas ensangrentadas, rostros desfigurados por el dolor o el shock. Un médico, con los ojos inyectados en sangre, sostenía la mano de un soldado mientras otro soldado, con lágrimas limpiando surcos en la suciedad de su rostro, le aplicaba presión a una herida abdominal abierta. El olor a muerte inminente era palpable.

La "enfermería" era un aula convertida. Las pizarras aún mostraban diagramas tácticos borrosos. Las camas eran colchonetas en el suelo. Una enfermera mayor, con el cabello gris recogido en un moño tirante y una bata manchada de múltiples tonos de rojo, me vio entrar. Sus ojos, cansados pero agudos, evaluaron mi brazo, mi estado general.

—Acá, niña — dijo con una voz áspera pero no carente de amabilidad. Su acento era del sur, campesino. —Vamos a ver esa herida bonita. — Me guió a una esquina relativamente libre y me hizo sentar en un taburete. El contacto del algodón empapado en una solución ardiente al limpiar la herida me hizo contener un jadeo. La herida era profunda, dos líneas paralelas de carne desgarrada que brillaban rojas y en carne viva bajo la luz de una linterna colgante. —Ufff… limpias, pero profundas. Esas cosas tienen las garras sucias como el demonio. — Me inyectó algo que quemó como fuego. —Antibiótico fuerte. Y antitetánica, por si acaso. — Vendó mi brazo con movimientos rápidos y expertos. —Descansa un poco, si puedes. El shock también mata.




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