La luz roja de emergencia parpadeaba como el latido cardíaco de una bestia moribunda, tiñendo de sangre las caras sudorosas y los mapas tácticos desplegados sobre la mesa metálica. El zumbido agudo de la interferencia había cedido, reemplazado por un silencio espeso, cargado de estática y gritos lejanos, amortiguados, que llegaban a través del blindaje del búnker.
– "¡Refuercen el bloqueo 4!"
– "¡Fuego de supresión en el conducto norte!"
– "¡Necesitamos soporte en el nivel…!" – El resto se perdía en un estruendo sordo y un nuevo coro de gritos desgarradores.
Schneider maldecía, golpeando la mesa con un puño que hacía temblar el cilindro del dispositivo.
—¡Malditos animales! ¡Han localizado las vulnerabilidades que Mordvichev reportó! — Su mirada, dura como el granito, se clavó en Andréi. —Grómov, tome un equipo de choque. Contenga esa brecha en el conducto norte. No pueden llegar al núcleo del búnker.
Andréi ya estaba en movimiento, recogiendo su fusil pesado y cargando un cargador de tambor con munición perforante.
—Sí, General. Mordvichev, Pável, conmigo. — Su mirada se posó en mí un instante. Un destello de algo complejo: advertencia, una orden tácita de quedarme, pero también un reconocimiento de que mi lugar, quería o no, estaba donde el peligro era más agudo. Donde él estaría. El cebo atrae al depredador.
—Yo voy — dije antes de que pudiera hablar. Mi voz sonó más fría de lo que sentía. El dolor en mi brazo era un martilleo constante, pero el odio, alimentado por el terror que se filtraba desde arriba, era un combustible más potente. Agarré mi GSh-18 con la mano izquierda, compensando la debilidad de mi brazo derecho vendado. —Conozco sus movimientos. Sé dónde apuntar.
Schneider gruñó, un sonido de asentimiento forzado.
—Vaya. Pero no haga estupideces heroicas, Romanov. Su padre me despellejaría vivo. — La amenaza sonó hueca en medio del infierno que se desarrollaba sobre nosotros.
Seguimos a Andréi por un estrecho pasillo de servicio, iluminado solo por las luces rojas intermitentes. El aire era viciado, olía a ozono quemado y a miedo. Los gritos y los disparos eran más claros aquí, resonando a través de los conductos de ventilación. De repente, un sonido nuevo, más cercano, me heló la sangre.
–Scratch-scratch-scratch-THUD. – Como si algo pesado y ágil hubiera saltado dentro de un conducto lateral, justo encima de nosotros. Luego, un gruñido bajo, gutural, que reverberó en el metal. – Grraaawl-khuh…– Demasiado cerca.
Andréi levantó un puño. Detención. Nos aplastamos contra las paredes frías. Dimitri y Pável, detrás de mí, contenían la respiración. El gruñido se repitió.
– shink-shink – Afilar garras contra el metal del conducto. El sonido era una tortura, un recordatorio de lo que habían hecho arriba, de lo que nos harían. – Shhhhkkk-rriiiik…
—No es Solovyev — susurró Andréi, su voz apenas un hilo de aire. Sus ojos escudriñaban el techo, buscando la rejilla. —Es uno de los otros. El que flanquea. El silencioso.
Un sudor frío me recorrió la espalda. El "silencioso". Lo habíamos visto en la caldera, moviéndose como una sombra entre las máquinas. Rápido. Mortal. ¿Y ahora estaba aquí, en las entrañas de nuestro supuesto refugio?
– ¡CRASH!
Más adelante, donde el pasillo desembocaba en una sala de máquinas auxiliar, una rejilla de ventilación saltó hacia adentro. No cayó. Fue arrancada con violencia. Una figura oscura, compacta, con piernas como resortes de acero, se dejó caer al suelo con la gracia de un gato salvaje. No era él. Era otro macho, más bajo que los corpulentos, pero irradiando una agilidad letal. Sus ojos, en la penumbra roja, brillaban con un verde enfermizo. Llevaba trozos de uniforme militar ruso rasgado, manchado de sangre oscura. ¿Un recluta transformado? La idea fue un puñal en el estómago.
Vio al primer soldado que patrullaba la sala de máquinas antes de que el hombre pudiera girarse. El movimiento del AQ fue un borrón. Un salto imposible, un giro en el aire, y sus garras, negras y relucientes, perforaron el cuello del soldado con un sonido húmedo y crujiente.
– Ghk! – El hombre cayó sin un grito, ahogado en su propia sangre. El AQ aterrizó en cuclillas junto al cuerpo, lamiendo rápidamente la sangre de sus garras con una lengua negra y larga. –Slurp. – Un gruñido de satisfacción primitiva. – Hrrrn.
—¡¡FUEGO!! — rugió Andréi, saliendo de nuestra cobertura.
El pasillo estalló en estruendo. Andréi descargó su fusil pesado, los proyectiles perforantes trazando líneas incandescentes hacia la criatura. Dimitri y Pável dispararon sus fusiles de asalto, una lluvia de plomo que levantó chispas del suelo y las máquinas. El AQ verde esquivó con una velocidad que desafió la física. Saltó hacia una pared, rebotó en ella como una bala, cayó detrás de un generador enorme. Los disparos impactaron donde había estado un instante antes.
– ¡SHIIINK!
Una garra, arrancada o lanzada, silbó desde detrás del generador. Dimitri gritó una advertencia, pero fue demasiado lento. La garra negra se clavó en el hombro de Pável, el joven soldado, con un sonido horrible.
– ¡Aaargh! – Él cayó hacia atrás, su fusil cayendo con un estrépito metálico.
—¡PÁVEL! — gritó Dimitri, moviéndose para cubrirlo.
El AQ aprovechó la distracción. Surgió de su cobertura como un resorte, no hacia Dimitri o Andréi, sino hacia mí. Sus ojos verdes me encontraron en la penumbra, brillando con un reconocimiento siniestro.
– La cebo. – Un gruñido triunfal, – Grraaao! – brotó de su garganta mientras se lanzaba, sus garras extendidas como diez dagas buscando mi rostro.
El tiempo se ralentizó. Vi el sudor en su rostro bestializado, la saliva colgando de sus colmillos demasiado grandes, la sangre ajena manchando sus harapos. Vi el miedo en los ojos de Dimitri, la furia impotente en los de Andréi, cuyo fusil pesado no podía girar lo suficientemente rápido. Vi la garra negra de Pável sobresaliendo de su hombro, un recordatorio sangrante del costo.