El aullido de Aleksander se clavó en mis huesos como un cincel de hielo.
– ¡AUUUU-RRRROMANOV! — No era solo sonido. Era una vibración primaria, una onda de puro odio bestial que hizo temblar las paredes de acero del pasillo y encendió las alarmas más profundas de mi instinto.
— Ahora.Gamma es nuestra única jugada.
Gamma. La "Zona de Contención Gamma". Un nombre burocrático para una trampa mortal. Un complejo de almacenes subterráneos cerca del núcleo del búnker, con paredes de hormigón armado más gruesas, un único punto de acceso estrecho, y sistemas de sellado de emergencia diseñados para contener explosiones… o plagas. Ahora sería la jaula para el lobo alfa.
Corrimos. No hacia la superficie, hacia el caos, sino más profundo, hacia las entrañas blindadas de Perun. Cada paso resonaba en el silencio sepulcral que siguió al aullido de Aleksander, un silencio peor que los gritos. Era el silencio del depredador acechando, calculando su salto. El olor a bestia, a sangre fresca (la de Pável, la del AQ verde a mis pies), y al miedo propio, era una nube que me seguía. Mi brazo herido palpitaba al ritmo de mi corazón desbocado, un tambor sordo de advertencia.
El camino a Gamma era un laberinto de pasillos de servicio iluminados por las mismas luces rojas parpadeantes. Las radios colgadas de nuestros cinturones escupían fragmentos de pesadilla:
"—¡Perdimos la torre sur! ¡Repito, to… AAAAAGH!"
"—¡No puede ser! ¡Esa cosa… atraviesa el acero como mantequ…!"
"—¡Se dirige al Núcleo! ¡Al bún…! ¡Schneider, responda! ¡Schnei…!"
Un chillido estático agudo cortó la transmisión.
—Está limpiando el camino hacia nosotros — gruñó Andréi, sin disminuir la marcha. Su fusil pesado estaba listo, el cañón buscando sombras en cada intersección. —Enfurecido. Impredecible. Pero enfocado. En ti.
Lo sabía. Lo sentía. Una presión en la nuca, como una mirada gélida atravesando las paredes.
– Scratch… scratch…– El sonido volvió, no desde arriba, sino desde detrás. Ligero, rápido, siguiendo nuestro rastro en las sombras paralelas a través de los conductos de ventilación. El otro. ¿El corpulento? ¿El rápido cojo? ¿O uno de los que no habíamos visto bien? No importaba. Eran los dientes de Aleksander, cerrándose alrededor de su presa.
Llegamos a la esclusa de Gamma: una puerta de acero reforzado de dos metros de grosor, con un pequeño visor blindado. Andréi pulsó un código complejo en el panel táctil. Un zumbido hidráulico y la puerta se abrió hacia adentro con un suspiro de aire presurizado. El interior era un vasto espacio cavernoso, iluminado por luces estroboscópicas blancas que parpadeaban en un ritmo discordante. Pilas de contenedores militares formaban cañones estrechos y plazas de armas improvisadas. En el centro, un espacio relativamente abierto, como un corral de sacrificio.
Schneider ya estaba allí, rodeado de un puñado de soldados de élite con equipo pesado: lanzagranadas, escudos balísticos, rifles de francotirador de gran calibre. Sus rostros, bajo los cascos, eran máscaras de tensión profesional. El General se acercó, su mirada escrutando mi herida, mi suciedad, la mancha oscura del AQ en mi uniforme.
—La trampa está lista, Grómov — dijo, su voz un rugido bajo. —Sellos activados. Solo una entrada. — Señaló la puerta masiva que acabábamos de cruzar. —Cuando entre… — Hizo una pausa significativa. —Necesitamos que se centre. Que pierda el poco juicio que le queda. — Sus ojos se posaron en mí. —Romanov. Serás el señuelo. En el centro. Expuesta.
No hubo pregunta. Fue una orden. El cebo en el centro de la trampa. Andréi asintió, su expresión impasible.
—Ella lo enganchará. Nosotros lo derribamos. Apuntamos a las articulaciones. A los ojos si podemos. No a matar. A incapacitar. Necesitamos acceder a ese dispositivo en su cráneo.
Schneider miró el cilindro que Andréi le había entregado, ahora dentro de una caja de muestras sellada que un técnico sostenía con manos temblorosas.
—La frecuencia de interferencia estará lista en cinco minutos. Si podemos inyectarla cuando esté inmovilizado… — No terminó. El "si" flotó, enorme, en el aire.
Me separé del grupo. Cada paso hacia el centro de Gamma resonó como un martillazo. El parpadeo estroboscópico de las luces blancas convertía el espacio en una sucesión de fotogramas congelados: las caras tensas de los soldados ocultos tras los contenedores, las armas enormes apuntando a la puerta, la puerta misma, masiva y ominosa. El aire olía a polvo, aceite y tensión eléctrica. Y por debajo, muy débil, el rastro persistente a lobo.
Me detuve en el centro. El punto de mira. Respiré hondo, el frío del hormigón subiendo por mis botas. Agarré la GSh-18 con mi mano izquierda. La derecha, inútil por el dolor, colgaba a mi lado. Usa la herida, me ordené. Usa el dolor. Usa el miedo. Conviértelo en odio.
– ¡BOOM!
El impacto en la puerta exterior de Gamma fue tan brutal que la pared misma tembló. No fue un golpe. Fue una embestida de fuerza titánica. El acero de un metro de grosor se abolló hacia adentro en un cráter monstruoso.
– ¡BOOM! – Otro impacto. Las luces parpadearon violentamente. Soldados agarraron sus armas con fuerza blanca. Andréi, tras un contenedor cercano, me hizo un gesto casi imperceptible: Prepárate.
– ¡BOOOOOM!
La tercera embestida fue la definitiva. Las bisagras hidráulicas, diseñadas para resistir bombas, cedieron con un chillido metálico desgarrador. La puerta de acero, de varias toneladas, fue arrancada de cuajo y lanzada hacia adentro como un juguete de papel. Cayó con un sonido atronador que levantó una nube de polvo, bloqueando parcialmente la entrada.
En el umbral, bañado por el humo y el polvo, iluminado por las luces estroboscópicas que destellaban sobre su silueta, estaba Aleksander Solovyev.
El tiempo se detuvo.
Ya no era solo un hombre bestializado. Era la encarnación de la furia. Sus piernas, alargadas y musculosas como pilares de roca viva, estaban ligeramente flexionadas, listas para saltar. Su torso, desnudo salvo por jirones de lo que fue un uniforme de élite, mostraba músculos hipertrofiados que se tensaban bajo una piel surcada de cicatrices nuevas y viejas. Sangre oscura – ¿suya? ¿de otros? – le manchaba el pecho y los brazos. Pero eran sus ojos lo que congeló la sangre en mis venas. Ojos dorados. Como monedas fundidas en un horno infernal. Brillaban con una inteligencia desquiciada, un odio tan profundo que trascendía lo animal, lo humano. Y estaban clavados en mí. Solo en mí.