Sonya: La Ultima Defensa

Capítulo XII

—¡Sonya! — La voz de Dimitri, rasgada, llegó a mí como desde muy lejos. Sentí sus manos en mis hombros, intentando levantarme. —¡No! ¡No te muevas! ¡Necesitamos…! ¡Médico! ¡¡Aquí, YA!!

Pero los médicos estaban ocupados. Demasiado ocupados. El patio de arriba seguía siendo un infierno de gritos. Gamma estaba llena de cuerpos: los que Aleksander había arrojado como muñecos rotos, los alcanzados por esquirlas o por la furia ciega del Alfa. Y Andréi… Andréi yacía inmóvil contra la pared donde había impactado, su cabeza inclinada en un ángulo antinatural, sangre oscura manchando el gris del hormigón detrás de él.

—Grómov… — susurró Schneider, apareciendo tambaleándose desde detrás de un contenedor destrozado. Tenía una profunda cortada en la frente, la sangre le corría por la mejilla como lágrimas rojas. Su mirada fue primero al cuerpo inmóvil de Andréi, luego a mí, tirada en un charco de mi propia sangre. Su rostro, normalmente impasible, estaba descompuesto por la furia impotente y… miedo. —¡Maldito Solovyev! ¡Malditos sean todos! — Escupió sangre. —¡Necesitamos sacar a los heridos de aquí! ¡Este lugar no es seguro! ¡Podrían volver!

Podrían volver. La idea encendió un nuevo fuego de desesperación en mi agotado cerebro. Aleksander se había ido, herido, pero sus palabras resonaban. Cuando obtenga las respuestas, ¿cuándo será?, ¿por qué desea que encuentre la verdad? ¿O solo un respiro para lamer sus heridas antes del golpe final? No importaba. Gamma, nuestra trampa, era ahora una tumba potencial. El olor a sangre fresca atraería más que moscas.

El esfuerzo por moverme desencadenó una nueva oleada de agonía en mi costado. Grité, un sonido débil, animal.

—¡Tranquila, Sonya! ¡Por favor! ¡El médico viene! – Dimitri me sujetó con más fuerza.

Finalmente llegaron. Dos sanitarios con caras pálidas y ojos desorbitados, empujando una camilla entre los escombros. Sus movimientos eran rápidos, profesionales, pero se notaba el temblor en sus manos. Schneider les gritó órdenes, señalando primero a Andréi.

—¡Grómov primero! ¡Comprueben si…! — No terminó. La palabra "vive" se atascó en su garganta.

Uno de los sanitarios se arrodilló junto a Andréi, tocando su cuello. Un segundo eterno. Luego, un leve asentimiento.

—¡Pulso débil, pero ahí está! ¡Inconsciente! ¡Trauma craneoencefálico severo, posible fractura de columna! ¡Necesitamos férula cervical YA!

No estaba muerto. No estaba muerto. Un alivio minúsculo, frágil como el cristal, se abrió paso entre el dolor y la culpa. Pero estaba roto. Gravemente. Como todos nosotros.

Me colocaron en otra camilla. El movimiento fue una tortura. Cada bache, cada giro, enviaba cuchillas de fuego a través de mi costado y mi brazo. Las luces del techo, ahora estables pero aún blancas y frías, pasaban sobre mí como soles distantes. Olía a antiséptico, a sangre, a miedo. Escuché fragmentos de conversaciones a mi alrededor:

"—...brecha en el sector Este… imposible de sellar…"

"—...bajas confirmadas: 17… 35 heridos graves…"

"—...dispositivo de interferencia… dañado en el ataque… Schneider ordena priorizar su reparación…"

"—...los lobos… desaparecieron. Como fantasmas…"

Desaparecidos. Aleksander cumplía su palabra. Se retiraba a lamer sus heridas. Dándonos tiempo para intentar sanar. Para intentar entender. Para prepararnos para lo que vendría.

El viaje a la nueva área médica, establecida en los sótanos más profundos y mejor blindados del complejo, fue un viaje a través de un infierno de dolor y desesperación. Pasillos abarrotados de camillas, el aire espeso con gemidos, el llanto de los moribundos, las órdenes apresuradas y las maldiciones ahogadas. Me colocaron en una esquina relativamente apartada, separada por una lona rasgada. Un médico con ojos hundidos y manos expertas pero temblorosas examinó mis heridas.

—Costado: herida penetrante por garra, posible perforación intestinal. Brazo: desgarro muscular profundo, tendón seccionado, pérdida severa de sangre. Shock hipovolémico inminente. — Sus palabras eran un diagnóstico frío de mi ruina. —Necesitamos cirugía. Ahora. Y sangre. Mucha sangre.

Me inyectaron algo que enfrió mis venas, arrastrándome hacia una niebla indolora pero consciente. Antes de que la oscuridad me reclamara por completo, vi a Dimitri asomándose detrás de la lona. Su rostro estaba pálido, su brazo vendado, pero sus ojos azules, llenos de una preocupación profunda, se encontraron con los míos.

—Andréi… — logré susurrar, la voz apenas un hilo.

—Estable. Inconsciente, pero estable. Los médicos… tienen esperanza. — Su voz tembló. —Tú… aguanta, Sonya. Por favor. Aguanta.

Aguantar.

Era lo único que me quedaba. Aguantar el dolor. Aguantar la culpa. Aguantar la promesa de un lobo alfa que me esperaba en las sombras. Aguantar para encontrar las respuestas que Aleksander había insinuado. La verdadera jaula. El Genoma BQ25. La World Exploration. James Dark.

La oscuridad me envolvió, pero no fue paz. Fue un océano negro y frío donde los ojos dorados de Aleksander brillaban como faros malditos, y sus palabras susurraban en el vacío: "Te estaré esperando, Sonya Romanov." La batalla había terminado. La guerra, la verdadera guerra, apenas comenzaba. Y mi cuerpo roto era solo el primer campo de minas que tendría que cruzar.




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