El silencio fue lo primero que registre. Un silencio denso, opresivo, roto solo por el zumbido bajo de un generador lejano y el goteo constante de una tubería en algún lugar del techo del sótano. No eran los gritos de la batalla. No eran los aullidos de los lobos. Era el silencio de una herida profunda, de una bestia agazapada. Y en ese silencio, el dolor regresó con toda su fuerza.
Abrí los ojos. La luz era tenue, filtrada a través de una lona sucia que hacía de cortina improvisada. Olía a antiséptico barato, a sangre vieja, a sudor enfermizo y a humedad. Estaba en una camilla dura, cubierta con una manta áspera. Mi cuerpo era un mapa de dolor: un fuego sordo y constante en el costado izquierdo, envuelto en vendajes apretados; un latido agudo y punzante en el brazo derecho, ahora inmovilizado en un cabestraje rígido que lo mantenía pegado a mi torso; y una garganta que ardía como si aún tuviera la garra de Aleksander clavada.
Intenté moverme y un gemido escapó de mis labios agrietados. Cada músculo protestaba, cada herida recordaba el peso del monstruo, la frialdad de sus ojos dorados. "Te estaré esperando." Las palabras resonaron en mi cráneo, más nítidas que el dolor.
—Fácil, soldado — una voz ronca, familiar, llegó desde un rincón. Dimitri. Estaba sentado en un taburete bajo, apoyado contra la pared de hormigón. Parecía haber envejecido diez años en una noche. Una venda manchada de betadine le cubría medio brazo, y el cansancio le hundía los ojos azules, pero una chispa de alivio brilló en ellos al verme consciente. —No intentes levantarte. Te rebanaron por dentro como un pescado. Y ese brazo… — Hizo un gesto vago hacia mi cabestraje. —Los tendones son un desastre. Los médicos hicieron lo que pudieron, pero…
—¿Pero? — Mi voz sonó como un susurro de papel de lija.
—Pero no serás la misma con un rifle. Al menos no por un buen tiempo. — Su mirada fue franca, sin adornos. Como siempre. —Si es que vuelves a usarlo como antes.
La noticia debería haber sido un golpe. Pero en ese momento, ahogada por el dolor y el eco de la promesa de Aleksander, solo sentí un vacío frío. La guerrera, la hija del presidente entrenada para la perfección, estaba rota. Como la base. Como todo.
—Andréi — forcé a salir. Era más importante.
—Vive — dijo Dimitri rápidamente, adivinando mi temor. —Está a dos camas más allá. Todavía inconsciente. El golpe… fue bestial. Fractura de cráneo, conmoción cerebral severa. Los médicos dicen que es un milagro que su columna aguantara. — Se pasó una mano por la cara cansada. —Pero respira. Eso es algo.
Algo. No era suficiente. Andréi Grómov, el roble, el muro de contención contra el caos, reducido a un cuerpo inerte en una camilla. Por mi culpa. Por ser el cebo. Por no ser lo suficientemente fuerte, lo suficientemente rápida.
—¿Cuánto tiempo? — pregunté, mirando las gotas de humedad que resbalaban por la pared fría.
—Tres días. Has estado entrando y saliendo. Fiebre. Infección en las heridas de las garras. — Dimitri se inclinó hacia adelante, su voz bajó a un susurro cargado de la tensión que el silencio no podía ocultar. —Ellos… los AQ… desaparecieron. Como humo. Nada en las cámaras de los túneles, nada en los sensores del perímetro exterior… Schneider tiene patrullas de rastreo doblando turnos, pero es como buscar fantasmas.
Tiempo para que nosotros… ¿qué? ¿Nos recuperáramos? ¿Nos preparáramos? ¿O simplemente tiempo para que la desesperación y el miedo se pudrieran dentro de estos muros como la humedad en el hormigón?
El ambiente en el sótano-hospital era una extensión de mi propio estado. Un zumbido de agonía contenida. Susurros cargados de pánico. Miradas vacías que miraban al techo o se esquivaban, llenas de un terror que el silencio de los lobos solo intensificaban. Cada fallo en la luz, cada crujido en los conductos, hacía saltar a los heridos menos graves. Los médicos, con sus batas manchadas y sus ojos hundidos, se movían como autómatas, agotados física y emocionalmente.
Schneider apareció al cuarto día. Parecía tallado en la misma piedra gris y húmeda de los sótanos. Una venda cubría la profunda cortada en su frente, pero la furia impotente en sus ojos era más visible que nunca.
—Romanov — gruñó, deteniéndose al pie de mi camilla. Su mirada recorrió mi cabestraje, mi palidez. No hubo compasión. Solo evaluación táctica de un activo dañado. —Grómov sigue fuera de combate. Mordvichev está a medio gas. — Una pausa cargada. —Necesitamos ese dispositivo funcional. Necesitamos la frecuencia de interferencia.
—¿El técnico? — pregunté, recordando la caja con luces parpadeantes.
—Muerto — dijo Schneider con frialdad. —Un trozo de la puerta que Solovyev arrancó… le cortó por la mitad durante el ataque. El dispositivo está dañado, pero los cerebritos que nos quedan dicen que los datos centrales podrían estar recuperables. — Se inclinó ligeramente. Su aliento olía a café rancio y desesperación. —Cuando puedas sostener una tableta con la mano izquierda, te la traerán. Necesitamos que revises todo lo que viste, todo lo que escuchaste de ese monstruo. Cualquier detalle sobre su comportamiento, sobre los otros… podría ser clave para replicar la frecuencia o predecir su próximo movimiento.
Su próximo movimiento. Todos lo sabían. Volvería. A cobrar su deuda. A reclamar su cebo o su venganza.
La recuperación fue una tortura lenta, una nueva batalla librada centímetro a centímetro contra mi propio cuerpo roto. Los cambios de vendaje eran una agonía que me hacía morder el cuero de la camilla hasta sangrar. Los ejercicios para mi brazo izquierdo, los únicos que podía intentar, eran un recordatorio humillante de mi debilidad. La fisioterapeuta, una mujer dura con manos fuertes pero sorprendentemente suaves, no ofrecía falsas esperanzas.
—El nervio radial está comprometido, Sonya — dijo una tarde, mientras masajeaba los músculos atrofiados de mi hombro derecho, inaccesible bajo el cabestrillo. —La garra cortó profundamente. La movilidad fina… agarrar un fusil, apretar un gatillo con precisión… será un desafío enorme. Si es posible.