Yo no podía esperar. Las palabras de Andréi, arrancadas con dolor y traición a sus juramentos, ardían en mi mente: "La Cripta... Más profundo... Más oscuro... Solovyev salió de allí diferente... Lleno de odio." Era más que un laboratorio. Era el origen del monstruo. La clave de su furia. Y mi única arma ahora era la verdad.
Convocar a Schneider fue inútil. Estaba obsesionado con la defensa, con el dispositivo dañado, con preparar una última resistencia suicida.
– ¡Estás loca, Romanov! – rugió cuando me presenté en su improvisado puesto de mando, apoyada en el bastón, mi cabestrago como un estandarte de mi debilidad. – ¡Ir a la guarida de esos monstruos es entregarte! ¡Es lo que él quiere!.
—No lo quiere — contesté, mi voz ronca pero firme. El dolor del costado era una brasa constante, pero el odio, ahora dirigido hacia la ignorancia que nos mataba, me sostenía. —Quiere que sepa. Lo dijo: Cuando obtengas tus respuestas. Es una parte de esto. Una parte de su... venganza. Si vamos a AG-010, si encontramos qué lo hizo así, quizás encontramos cómo detenerlo. O cómo hablarle. — La última parte sonó ridícula incluso para mis oídos. Hablarle a la furia con patas que era Aleksander.
Schneider soltó una risa amarga, sin humor.
—Hablarle. ¿Con qué? ¿Con tu brazo roto y tu encanto presidencial? — Su desprecio era palpable. Pero detrás, vi el destello de algo: desesperación. Sabía que su defensa era un castillo de naipes. —Si vas, vas sola. Ni un soldado se desperdiciará en una misión suicida de recolección de basura.
—No irá sola. — Dimitri Mordvichev apareció en la puerta, su brazo vendado, su rostro aún pálido, pero sus ojos azules decididos. Se dirigió a Schneider. —Con todo respeto, General. Si hay una posibilidad, por mínima que sea, de entender a esos... o de encontrar algo útil en AG-010, vale la pena. Un equipo pequeño. Rápido. Yo voy con ella.
Schneider nos miró, de mí a Dimitri, como si fuéramos cadáveres ambulantes. Finalmente, maldijo, escupiendo al suelo.
—¡Malditos sean! ¡Vayan! Pero si no están de vuelta antes de que caiga la noche, sellamos las puertas. Con ustedes fuera. Y si traen a esos lobos encima... — No terminó la amenaza. Su mirada lo dijo todo.
La preparación fue sombría y rápida. Dimitri consiguió un vehículo blindado ligero, un GAZ Tigr maltrecho pero funcional, escondido en un garaje inferior menos dañado. Reunimos lo básico: linternas potentes, cargadores de repuesto (aunque mi brazo derecho seguía inútil para un fusil, llevaría mi GSh-18 en una funda al cinturón, por si acaso), botiquines, y lo más valioso: una copia de los datos fragmentados del dispositivo de control en una tableta militar blindada.
Salir del búnker fue como emerger a un mundo alienígena. El "Perímetro Seguro Alfa" era un cementerio de acero y hormigón. Torres derrumbadas, alambradas destrozadas, vehículos carbonizados. El olor a humo, polvo y muerte se mezclaba con la humedad fría. Pero lo más inquietante era el silencio. Nada se movía. Ni pájaros, ni ratas. Solo el viento susurrando entre los escombros como una burla.
El viaje a través de Moscú fue una pesadilla congelada. La ciudad que conocía, la ciudad de mi padre, había muerto. Calles bloqueadas por edificios derrumbados como gigantes abatidos. Coches abandonados, algunos con las puertas abiertas, fantasmas de vidas interrumpidas. Parques convertidos en campos de cráteres. Y el silencio. Siempre el silencio, roto solo por el rugido del motor del Tigr y el crujir de escombros bajo sus ruedas. Dimitri conducía con los nudillos blancos, sus ojos escaneando constantemente las ventanas rotas, los callejones oscuros. Cada sombra alargada podía esconder un salto mortal. Pero nada. Solo ruina y ausencia.
AG-010 no estaba en el centro. Estaba en las afueras industriales, camuflado como una planta de procesamiento química abandonada. O al menos, así había sido su fachada. Ahora, la cerca perimetral estaba arrancada en secciones, las puertas principales de acero, impresionantemente gruesas, estaban... selladas. No cerradas con candado. Soldadas. Grandes costuras de metal fundido, burdas pero efectivas, sellaban las juntas. Como si alguien hubiera querido encerrar algo dentro. O evitar que algo saliera.
—Mierda — murmuró Dimitri, apagando el motor. El silencio volvió a caer, más pesado que nunca. —¿Ahora qué?
Bajamos del vehículo con cautela. El aire aquí olía diferente: a productos químicos ácidos y rancios, a ozono quemado, y por debajo, muy débil pero persistente, ese rastro a lobo que ya era una cicatriz olfativa en mi cerebro. Inspeccionamos las soldaduras. Impenetrables con nuestras herramientas limitadas.
—¡Mira! — señalé Dimitri hacia un costado. Una tubería de ventilación, del grosor de un hombre, sobresalía de la pared a tres metros del suelo. Su rejilla estaba arrancada, dejando un agujero oscuro y ominoso. Alrededor del borde de metal, manchas oscuras y secas. Sangre.
No fue una entrada elegante. Fue una pesadilla claustrofóbica. Dimitri me ayudó a trepar (el dolor en mi costado fue un relámpago blanco), y luego se coló detrás. El interior de la tubería estaba frío, húmedo, cubierto de una sustancia viscosa y oscura que preferí no identificar. Olía a podredumbre química y a miedo. Avanzamos agachados, las linternas cortando la oscuridad como cuchillos, revelando arañazos profundos en las paredes metálicas. Garras. Grandes. Desesperadas.
El túnel desembocaba en un balcón de mantenimiento sobre lo que debió ser el vestíbulo principal de AG-010. Abajo, el caos. Sillas volcadas, equipos destrozados, papeles esparcidos como hojas muertas. Manchas oscuras salpicaban las paredes y el suelo. Pero lo más impactante fueron las jaulas. Grandes celdas de acero reforzado con gruesos barrotes, alineadas contra una pared. Varias estaban abiertas, sus puertas retorcidas hacia fuera con fuerza bestial. Otras permanecían cerradas, y dentro... restos. Huesos roídos. Harapos de lo que fueron batas. Y en las paredes de las celdas, arañazos. Miles de ellos. Superpuestos, profundos, hechos con uñas humanas hasta romperse, hasta sangrar. El testimonio mudo de una agonía prolongada, inhumana.