El aire vibró. No fue un sonido. Fue una presión, una onda sutil que me erizó la piel de la nuca y paralizó el aliento en mis pulmones. La linterna de Dimitri tembló, su haz de luz bailando sobre las sombras profundas al fondo de la cripta. Allí, donde la oscuridad era más densa que el alquitrán, algo había retrocedido. O quizás solo había cambiado de posición.
—¡No estábamos solos! — El susurro de Dimitri fue un silbido cargado de terror. Su fusil se alzó, buscando un blanco imposible en la oscuridad. El sudor le brillaba en la frente bajo la luz de la linterna.
—El disco duro — dije, mi voz un crujido seco. El dolor del costado era un cuchillo al girarme hacia la consola. —¡Sácalo! ¡Ahora!
Dimitri no necesitó que se lo repitiera. Con movimientos rápidos pero torpes por el miedo, deslizó las manos por los lados de la torre de la computadora, buscando los seguros. Sus dedos resbalaron en el polvo y algo viscoso.
—¡Está... atascado! ¡Las grapas están dobladas!
– Scratch...
El sonido vino de nuestra izquierda. De detrás de una hilera de jaulas de observación destrozadas. No era un arañazo casual. Era deliberado. Como una uña larga, negra, arrastrándose lentamente sobre el metal.
– Scriiitch… – Luego, silencio. El acecho era una tortura psicológica, más eficaz que cualquier ataque frontal.
—¡Apúrate! — urgí, mi mirada saltando entre la oscuridad y Dimitri forcejeando con la computadora. Mi mano izquierda buscó instintivamente la GSh-18 en su funda. El gesto fue ridículo. Con el brazo derecho inútil, apenas podía apuntar, mucho menos disparar con precisión. Pero el frío del cañón fue un consuelo minúsculo.
– Clank! – Dimitri logró desprender un panel lateral. Metió la mano, maldiciendo cuando algo cortó su piel. —¡Lo tengo! — Sacó una unidad rectangular metálica, del tamaño de un libro grueso. El disco duro. Cubierto de polvo y con una etiqueta descolorida: "AG-010 - CRIPTA - REGISTROS PRIMARIOS - SUJETOS AQ". El peso de la verdad, de la evidencia de la monstruosidad, era tangible.
En ese instante, las luces de emergencia parpadeantes del techo altísimo de la Cripta se apagaron. No gradualmente. De golpe. La oscuridad fue absoluta, sofocante, un manto físico que nos envolvió. Solo los haces temblorosos de nuestras linternas rompían el velo, revelando fragmentos de pesadilla: las correas ensangrentadas de las mesas, los barrotes retorcidos de las jaulas, las manchas negras en las paredes.
– Shhhh…– Un susurro. No humano. Como el roce de pelaje contra hormigón. Cerca. Muy cerca. A nuestra derecha ahora.
—¡Mierda! ¡Mueve! — gritó Dimitri, empujándome hacia la puerta arrancada, hacia la escalera de emergencia. Su voz estaba al borde del pánico. —¡NO MIRES ATRÁS! ¡CORRE!
Correr era una burla. Yo cojeaba, apoyada en el bastón, cada paso un martillazo en el costado herido. Dimitri iba a mi lado, retrocediendo, su fusil y su linterna barriendo frenéticamente la oscuridad detrás de nosotros. El disco duro lo llevaba yo, apretado contra mi pecho con mi brazo bueno, como un bebé preciado y maldito.
– ¡CRASH!
Algo pesado cayó desde lo alto, aterrizando entre nosotros y la salida, bloqueando parcialmente el hueco de la puerta arrancada. Las luces parpadeantes volvieron por un instante, iluminando una silueta agazapada, enorme, con ojos que reflejaron la luz como dos monedas de oro fundido.
– ¡GRRRAAAA! – Un gruñido bajo, vibrante, lleno de una inteligencia sádica. No era Aleksander. Era otro. El corpulento. El que Andréi había herido en Gamma. Su brazo izquierdo colgaba inútil, pero sus ojos brillaban con hambre y un odio heredado de su alfa.
Dimitri disparó sin dudar.
– ¡PUM-PUM-PUM! – Las balas impactaron en el pecho del AQ, levantando chispas contra algo duro bajo su piel. El monstruo retrocedió un paso, sorprendido, pero no cayó. Rugió, mostrando colmillos amarillentos. – ¡Carnadaaa! – Su voz fue un chirrido gutural, apenas reconocible.
—¡FLANQUEA! ¡POR LA IZQUIERDA! — grité, empujando a Dimitri hacia un pasillo lateral entre las jaulas rotas. No era una ruta directa, pero era la única.
El corpulento AQ se lanzó hacia donde habíamos estado, sus garras destrozando el aire. Dimitri me arrastró hacia el pasillo estrecho justo a tiempo. Corrimos (o más bien, Dimitri corrió y yo tropecé) entre los restos de equipos volcados y cristales rotos. Detrás, el rugido de frustración del AQ retumbó, seguido del estruendo de algo pesado siendo derribado.
El pasillo desembocaba en otra zona de la Cripta: una hilera de tanques cilíndricos de acero inoxidable, algunos abiertos, otros agrietados, con líquidos viscosos y oscuros rezumando al suelo. Olía a formol y a algo peor, a carne podrida en solución salina. Tanques de inmersión. ¿Para qué? ¿Para pruebas de resistencia? ¿Para inducir cambios más profundos? No quise saberlo.
– ¡SHINK! – Una garra silbó sobre nuestras cabezas, clavándose en un tanque con un – CLANG! – metálico. El rápido. El cojo. Estaba arriba, encaramado en una tubería gruesa que recorría el techo, sus ojos verdes brillando con malicia. Su salto había sido torpe, favorecido por su pierna herida, pero aún así mortalmente rápido. Escupió algo que sonó como una risa ronca.
—¡SIGUE! ¡NO PARES! — Dimitri disparó hacia arriba, obligando al rápido a esconderse. Empujamos hacia adelante, esquivando charcos de líquido innombrable. La salida, la escalera de emergencia, estaba al otro lado de esta sala de pesadilla.
De repente, una voz. No un gruñido. Una voz profunda, resonante, que parecía venir de todas partes a la vez, filtrándose por los conductos, por las paredes mismas. Era Aleksander. Hablaba en ruso, claro, frío, cargado de un desprecio infinito.
– ¿Ves ahora, Sónechka? ¿Ves el precio de tu nombre? ¿De tu sangre?
Me detuve en seco, el corazón golpeándome las costillas. Dimitri me miró, aterrorizado.
—¡Sonya, NO! ¡Es un truco! ¡SIGUE! – Pero la voz continuó, como si estuviera a mi lado, susurrando en mi oído con el aliento frío de la tumba.