Salir al nivel principal del búnker fue entrar en un hormiguero enloquecido. La noticia, o fragmentos de ella, habían corrido como un virus. El nombre "Cripta" susurrado con horror. "Solovyev" mascullado con un miedo renovado. "Mutilaciones" en boca de un soldado joven que palidecía. Schneider, recuperando su fachada de general de hierro a duras penas, rugía órdenes, pero su voz carecía de la convicción de antes. La certeza de que el enemigo no era solo un monstruo, sino un hombre horriblemente torturado por órdenes que quizás llevaban el sello del Kremlin, había corroído la moral hasta los huesos.
—¡Refuercen el perímetro Este! ¡Doblen las patrullas en los conductos! ¡Schmidt, quiero ese dispositivo de interferencia FUNCIONANDO en una hora o te fusilo yo mismo! — Schneider gritaba, pero sus ojos buscaban los míos. Había visto lo mismo que yo en la cripta. Sabía que estábamos luchando contra un fantasma de nuestra propia creación. —¡ROMANOV! — me llamó cuando pasé cerca. —¿Dónde diablos crees que vas?
—A prepararme, General — respondí, sin detenerme. Mi destino era el improvisado gimnasio de rehabilitación, ahora un campo de entrenamiento sombrío. —Él viene. Y esta vez, no será una incursión. Será el fin. Conmigo o con todos.
La sala era un eco de mi estado: equipamiento dañado, manchado de sangre seca, luces parpadeantes. Dimitri ya estaba allí, esperando. Había conseguido un chaleco táctico ligero, adaptable a mí cabestrillo, y una funda especial para mi GSh-18 en el muslo izquierdo, accesible con mi mano buena. Su rostro estaba grave.
—El dispositivo de interferencia — dijo, mostrando una caja negra del tamaño de un libro grueso, con luces parpadeando débilmente. —Schneider puso a todos los técnicos a trabajar. Dicen que podría... confundir la señal del dispositivo de Aleksander. Temporalmente. Si logras aplicarlo cerca de su nuca. — Hizo una pausa. —Es una aguja en un pajar, Sonya. Y tú... — Su mirada recorrió mi cuerpo.
—Sé lo que tengo — corté secamente. Agarré un cuchillo de combate corto con la izquierda, probando el peso, la sensación torpe y ajena. Practiqué desenfundar la GSh-18. Fue lento. Torpe. Mi muñeca izquierda no tenía la fuerza ni la memoria muscular. Un blanco a diez metros sería una lotería. El dolor en el costado era un recordatorio constante de mi vulnerabilidad. —Necesito ventaja. Necesito saber dónde atacará.
—Schneider cree que vendrá aquí — dijo Dimitri, ayudándome a ajustar el chaleco. —Al corazón. Al Kremlin. A acabar con tu padre... y contigo.
—No — negué con la cabeza, visualizando los ojos dorados en la oscuridad de la Cripta. —No es solo venganza ahora. Es... un juicio. Un acto final. Elegirá un lugar simbólico. Algo que represente todo el dolor. — Las imágenes de las jaulas de observación, de los tanques de inmersión, me asaltaron. —La Guarida del Lobo... ¿Qué tal... el Laboratorio AG-010? La Cripta misma.
Dimitri palideció.
—Ese lugar es una tumba, Sonya. Y está lejos. Expuestos en el trayecto...
—Precisamente — dije. —Será una ratonera. Pero será su ratonera. Donde empezó todo. Donde mostrará que ha vencido a sus creadores. — Era una apuesta desesperada, pero resonaba con la lógica retorcida del odio de Aleksander.
Mientras Dimitri transmitía mi teoría a Schneider (que estalló en maldiciones pero finalmente asintió, demasiado ocupado conteniendo el caos interno), yo me centré en lo único que podía controlar: mi cuerpo roto. Practiqué movimientos evasivos, usando el bastón como apoyo y como arma rudimentaria. Cada giro, cada caída controlada, enviaban oleadas de dolor desde el costado. Sudaba frío, mareada, pero persistía. Visualicé sus ataques: la velocidad brutal, las garras, el peso. Mi única ventaja era que sabía su dolor. Podía predecir su furia. Tal vez.
Mientras tanto, en la Sala de Guerra...
Veniamin Romanov no salía de su oficina privada adyacente al Centro de Comando. Había despachado a sus asesores. Las pantallas mostraban el colapso inminente, pero él miraba fijamente una sola cosa: la fotografía digital en la tableta militar que Schneider le había entregado con el expediente fragmentado de Solovyev.
No era una foto de Aleksander el monstruo. Era una foto de Aleksander el héroe. Con su hermana, Anya Solovyevae. Una chica joven, de pelo castaño claro y sonrisa frágil, en una cama de hospital. Aleksander, en uniforme de gala del Grupo B#7, sonriendo con ternura mientras le sostenía la mano. La fecha: una semana antes de su "voluntariado" en el Proyecto Prometeo.
Mi padre tocó la pantalla, sobre el rostro demacrado pero sonriente de Anya. Lágrimas silenciosas surcaron sus mejillas. Había firmado papeles. Había autorizado fondos. Había creído en las promesas de avances médicos, de seguridad nacional. Nunca había preguntado cómo. Nunca había imaginado... la Cripta. Las jaulas. La sierra. Los gritos de un hombre que solo quería salvar a su hermana, usados como datos en un informe.
Un técnico entró, titubeante.
—Señor Presidente... el dispositivo de interferencia para la señorita Sonya está listo. Y... detectamos movimiento anómalo en los túneles de servicio cerca del sector del antiguo Laboratorio AG-010. Grandes... muy grandes. Parecen dirigirse hacia allá.
Mi padre no respondió de inmediato. Siguió mirando la foto. Luego, con una voz ronca, gastada, que no era la del Presidente, sino la de un padre destrozado por la culpa, dio dos órdenes:
– Desvíen a todas las unidades móviles que puedan. Que cubran a mi hija. Que la protejan... hasta la puerta de la Cripta. Después... es cosa suya. – Era un reconocimiento tácito de mi destino, de mi elección.
– Prepárenme un canal abierto... en todas las frecuencias. Civiles. Militares. Lo que quede. – Levantó la vista, sus ojos rojos pero ahora con un destello de hierro fundido en la desesperación. – Cuando comience... cuando ella entre... todo el mundo oirá lo que pasó en la cripta. Oirá lo que hicimos. Lo que permití. Rusia... el mundo... debe saber la verdad. Aunque sea lo último que hagamos.