El aire de la Cripta era un veneno espeso, cargado del olor a vieja sangre, químicos rancios y la bestialidad fresca y agria que emanaba de la figura al otro extremo de la sala. Sus ojos dorados, dos brasas infernales en la oscuridad, no parpadeaban. Me observaban. Esperaban. El profundo sonido de su respiración, un fuelle de fragua monstruosa, resonaba entre las jaulas vacías y las mesas de tortura, marcando el compás de una danza macabra a punto de comenzar.
No hubo advertencia. No hubo aullido. Solo un estallido de movimiento.
Aleksander se lanzó. No con la gracia depredadora de antes, sino con la furia bruta de un toro herido, canalizando todo su odio, todo su dolor acumulado, en un ataque frontal devastador. La distancia entre nosotros desapareció en un abrir y cerrar de ojos. El suelo de hormigón tembló bajo sus pisadas.
–¡ESQUIVA! – El grito fue instintivo en mi mente. Me tiré hacia la izquierda, usando el bastón como pértiga. Su garra, negra y reluciente como obsidiana pulida, silbó donde mi cabeza había estado, destrozando un tanque de inmersión vacío con un sonido metálico. El líquido viscoso y frío salpicó mi espalda.
El dolor en mi costado estalló como una granada. Jadeé, rodando torpemente sobre mi hombro bueno. No tenía tiempo para recuperarme. Ya estaba sobre mí, un coloso ensombrecido por las luces parpadeantes de emergencia. Sus ojos dorados ardían con una inteligencia fría y rabiosa.
– ¡HUYERON! ¡COMO RATAS! ¡COMO ELLOS! – Rugió, su voz distorsionada por la furia y el dispositivo incrustado en su cráneo. Su otra garra descendió como un martillo pilón.
– ¡CLANG! –
El bastón de metal, levantado instintivamente, absorbió el impacto. La vibración me entumeció el brazo izquierdo hasta el hombro. El metal se dobló. Sentí un crujido en mi muñeca. Un grito de dolor escapó de mis labios. La fuerza fue monstruosa. Me arrojó hacia atrás, golpeando contra una jaula de observación destrozada. Los barrotes rotos se clavaron en mi espalda.
– ¡AARGH!
Sangre caliente manó bajo el chaleco. El mundo giró. Aleksander avanzó, lento, deliberado, disfrutando de mi agonía. Su respiración era un ronquido húmedo. Podía olerlo: sangre, sudor bestial, y por debajo, el olor metálico de la Cripta, del lugar donde lo destrozaron.
– Aquí empezó, Sónechka–, susurró, su voz un zumbido siniestro en mi cráneo. – Aquí me rompieron. Aquí grité por Anya... mientras tu padre firmaba papeles. – Se detuvo frente a mí, levantando una garra goteante de la sangre de mi espalda. – Aquí... terminará.
El odio, mi viejo compañero, hirvió, superando el dolor. No por mí. Por Anya. Por los gritos en los vídeos. Por la figura tallada toscamente. Con un grito ronco que rasgó mi garganta, me impulsé desde los barrotes, usando el bastón deformado como una estocada torpe hacia su ojo dorado.
Fue un movimiento desesperado. Previsible. Él lo esquivó con un ligero movimiento de cabeza. El bastón pasó de largo. Su garra atrapó mi brazo izquierdo, el que sostenía el arma inútil. Los dedos, fuertes como garras de grúa, se cerraron.
– ¡CRUNCH! – Un sonido húmedo, repugnante. Huesos pequeños – los de mi muñeca – cedieron bajo la presión.
– ¡AAAAAAAAH! – El grito fue desgarrador, animal. El dolor fue blanco, absoluto. El bastón cayó con un sonido metálico. Vi mi mano izquierda, ahora un apéndice deforme e inútil, colgando en su puño de hierro.
Aleksander gruñó, un sonido de triunfo bestial.
– ¡DOS BRAZOS ROTOS, CACHORRA! ¡COMO A MÍ! – Me levantó del suelo como un juguete, su fuerza inconcebible. Su aliento fétido me golpeó en la cara. Sus ojos dorados, tan cerca, eran pozos de locura y un dolor que reflejaba el mío. – ¡SIENTE EL MIEDO! ¡SIENTE EL DOLOR!
Me estrelló contra otra jaula. El impacto me vació los pulmones. Caí al suelo, tosiendo sangre, viendo estrellas. Todo mi cuerpo era una sola llamarada de agonía. Brazos inútiles. Costado abierto. Espalda desgarrada. Era un trapo roto. El dispositivo de interferencia, sujeto por una correa al chaleco, palpitaba débilmente contra mi pecho. Inalcanzable.
Aleksander se irguió sobre mí, un demonio salido de las peores pesadillas de la Cripta. Resopló, una nube de vapor en el aire frío. Levantó su garra buena, la punta negra apuntando a mi corazón.
– Ahora... Anya... descansa. – Susurró, y por un instante, en sus ojos, no hubo odio. Hubo fatiga. Un anhelo infinito.
Fue ese destello. Ese eco del hombre que fue, del hermano desesperado, lo que me dio la última chispa. No de fuerza física. De voluntad pura. Con un gemido que salió de lo más profundo de mi alma rota, rodé. No para escapar. Hacia él. Usando las piernas, la única parte que aún respondía. Mi frente se estrelló contra su rodilla herida, la que Andréi había dañado en Gamma.
– ¡GRUUUNF! – Un gruñido de sorpresa y dolor. No cayó, pero vaciló. Su garra erró el golpe mortal, desgarrando el chaleco y la carne de mi hombro en su lugar. Más sangre. Más dolor. Pero era una herida superficial comparada con lo demás.
En el forcejeo caótico, mi mejilla raspó contra la base de su cuello. Contra el dispositivo metálico incrustado en su cráneo. La luz roja parpadeaba, burlándose. – ¡AHORA! – El pensamiento fue un relámpago. Con la última fracción de fuerza, con un movimiento convulsivo de mi cuello, golpeé el dispositivo de interferencia que colgaba de mi chaleco contra el suyo.
– ¡ZZZAAAAAPPPP!
Una descarga azul y silbante saltó entre los dos artefactos. No fue un sonido. Fue una explosión de silencio seguida de un chillido agudo que me perforó los tímpanos. Las luces de emergencia parpadearon frenéticamente y se apagaron. Luego, un resplandor cegador de chispas brotó del dispositivo de Aleksander.
– ¡AUUUUUUUUUU! – El grito que salió de él no fue humano. No fue de bestia. Fue de alma desgarrada. Un sonido de dolor puro, primordial, que resonó en las paredes de la cripta como el lamento de un continente partiéndose. Se desplomó, no como un gigante, sino como un muñeco cuyos hilos se cortan. Cayó de rodillas, luego de costado, retorciéndose, sus manos (no garras, manos) agarrando su cabeza, sus dedos ensangrentados arañando el dispositivo que ahora humeaba y chisporroteaba.