Sonya: La Ultima Defensa

Capítulo XX

No recuerdo el momento exacto en que me sacaron de la Cripta.

Solo un torbellino de manos enguantadas, luces que me cegaban y voces que gritaban mi nombre como si hacerlo fuera a mantenerme viva. Sentía que me movían, pero mi cuerpo no me pertenecía. Era una cosa rota, arrastrada fuera de un infierno húmedo y frío hacia otro, más brillante y estéril.

El olor a sangre —mía y ajena— se mezclaba con el metal y el yodo.

El zumbido de máquinas desconocidas sustituía el rugido de Aleksander en mi memoria, pero no lo borraba. Sus ojos dorados se colaban entre cada destello de luz quirúrgica. CLICK. Ese maldito sonido golpeaba una y otra vez, más fuerte que mi propio pulso.

Me subían a una camilla. No sentí la aguja. Sentí el ardor del líquido entrando, luego el vacío cayendo sobre mí como un manto pesado.

La anestesia me robó el dolor… pero dejó el eco.

Soñé que mis brazos seguían colgando de sus garras.

Soñé que la Cripta me tragaba de nuevo, que el suelo se abría y me hundía en la oscuridad junto a él.

Soñé que disparaba, que el arma funcionaba… y que los ojos de Aleksander no eran azules, sino negros, eternos, y me arrastraban con él.

Despertaba.

Dolor. Tanto que mi piel no me contenía.

El zumbido de un monitor cardíaco.

Una voz —la de Dimitri, creo— maldiciendo en voz baja.

El olor insoportable de la desinfección industrial.

Luego otra aguja. Oscuridad otra vez.

Los días se rompieron en pedazos inconexos.

A veces abría los ojos y estaba en una habitación distinta.

A veces había médicos rusos con batas blancas.

Otras, hombres con uniformes sin insignias.

Me cortaban la ropa. Me abrían. Me cosían.

El dolor era el único hilo que unía todo.

Dolor en cada articulación, en cada respiración.

Dolor en los huesos que aún recordaban el CRUNCH de sus manos cerrándose.

Tres meses.

O eso me dijeron después.

Para mí fueron siglos suspendidos en una fiebre interminable.

La luz y la sombra cambiaban, pero la sensación de estar atrapada no.

Soñaba con la Cripta.

Con las jaulas arañadas.

Con el olor a pelo húmedo y sangre.

Con el instante en que sus ojos se volvieron azules… y con el momento en que ese azul se apagó.

A veces, en el sueño, yo disparaba y lo mataba.

A veces, él se levantaba del suelo, con la cabeza inclinada, y me decía al oído: Fallaste, Sónechka.

Nunca supe qué pasaba fuera de esas paredes.

Nadie me habló de Aleksander.

Nadie me dijo si estaba muerto, capturado… o libre.

El mundo podía haberse derrumbado y yo jamás lo habría sabido.

Lo único que conocía era la aguja.

El bisturí.

El olor a piel quemada por el bisturí eléctrico.

El peso muerto de mis brazos enyesados.

Y el frío. Siempre el frío, pegado a mi piel como si la Cripta hubiera seguido conmigo.

A veces creía escuchar a mi padre.

Otras, era la risa gutural de Aleksander colándose en la penumbra.

A veces confundía una con la otra.

No había tiempo.

No había vida.

Solo un cuerpo roto, suspendido entre el sueño y el dolor, mientras allá afuera, el mundo seguía girando… cambiando… y dejando mi historia a medio escribir.

Despertar no fue como en las películas.

No abrí los ojos despacio y sonreí aliviada.

Fue como salir a la fuerza desde el fondo de un lago helado, con algo tirando de mis entrañas. El aire entró de golpe, quemándome la garganta. El dolor me recorrió entera, despertando cada cicatriz, cada hueso mal soldado.

El techo era blanco. Demasiado blanco.

Un zumbido constante vibraba en algún lugar cerca de mi oído derecho. El olor era mezcla de alcohol, metal y piel humana que ha pasado demasiado tiempo sin ver el sol.

Intenté mover la mano izquierda. No respondió. La derecha… apenas un temblor involuntario.

—Está despierta… —una voz masculina, baja, como si temiera romper algo frágil.

Un rostro apareció en mi campo de visión. Dimitri.

Pero no el Dimitri que recordaba de Gamma. Éste tenía ojeras profundas, barba descuidada, y un brillo extraño en los ojos. Alivio… y cautela.

—¿Dónde…? —mi voz era un susurro raspado, como si me hubiera tragado cristales.

—Base médica de Volchya Skala —respondió él, manteniendo la voz grave y lenta—. Estás segura aquí.

Segura. La palabra me chocó. Nunca había significado nada desde que los AQ-09A aparecieron.

—¿Cuánto? —pregunté, tragando saliva, odiando lo áspero que sonaba todo.

—Tres meses, Sonya —dijo, sin rodeos.

Mi corazón golpeó contra las costillas, un latido doloroso. Tres meses fuera. Tres meses sin saber. La pregunta me ardía en la lengua. No podía tragarla.

—Aleksander… —apenas fue un aliento. Pero Dimitri la escuchó.

Su mandíbula se tensó. No apartó la mirada.

No fue el silencio incómodo de alguien que quiere evitar el tema. Fue el silencio medido de quien sabe que lo que va a decir cambiará todo.

—Está vivo.

El mundo se detuvo un segundo. O quizás fui yo.

Vivo. No muerto. No desaparecido. Vivo.

—Está en un lugar… —Dimitri buscó las palabras, como si fueran cuchillas— seguro. Un sitio donde lo… ayudan.

—¿Ayudan? —la palabra me salió más como una tos seca que como una pregunta.

—Recupera la consciencia humana —dijo al fin, y la frase se quedó colgando entre nosotros, como humo espeso.

No sabía si reír o gritar. Una parte de mí sintió un alivio helado. Otra… sintió que me habían clavado un bisturí en el estómago. Recuperar la consciencia humana. ¿Qué significaba eso? ¿Que el monstruo que me destrozó podría volver a ser el héroe que fue? ¿O que estaban fabricando algo peor, mezclando al hombre roto con el lobo que casi me mata?

Mi respiración se aceleró. El dolor en las costillas me lo recordó de golpe. Cerré los ojos un segundo, no para descansar, sino para ocultar la tormenta que me hervía por dentro.




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