4 Meses Después De Despertar…
No fue un traslado oficial.
No hubo órdenes escritas, ni escolta militar.
Solo Dimitri dejándome en un cruce de caminos en mitad de la tundra, con un jeep oxidado y un conductor que no dijo una sola palabra en todo el trayecto.
El aire era tan frío que dolía respirarlo. La nieve caía como un velo que borraba cualquier referencia.
Llegamos a un complejo gris, sin insignias, sin banderas.
Tres guardias en la entrada, con fusiles listos y miradas que me atravesaron como cuchillas. Me revisaron entera, registraron cada bolsillo.
Cuando por fin me dejaron entrar, el calor artificial me golpeó junto con un olor que no esperaba: jabón, comida caliente… y algo más tenue, casi imperceptible, que me heló la sangre: el rastro animal que reconocería en cualquier parte.
El pasillo estaba iluminado con luces suaves, como si no quisieran ofender los sentidos de alguien que había vivido demasiado tiempo en la oscuridad. El suelo amortiguaba cada paso. Las paredes estaban limpias, pero en el silencio se sentía una vigilancia invisible, como si mil ojos siguieran cada movimiento.
Un hombre alto, con bata blanca y manos manchadas de tinta de bolígrafo, me recibió con una sonrisa profesional.
—No más de diez minutos —dijo, sin presentarse—. Está… receptivo hoy.
“Receptivo”. Una palabra clínica para lo que en realidad significaba: no había intentado matar a nadie esa mañana.
La puerta se abrió con un chasquido magnético.
Entré.
El cuarto era amplio, sin barrotes, pero las paredes no tenían ventanas. En una esquina, una mesa con libros y piezas de ajedrez. En otra, una cama de metal cubierta por mantas limpias. Y en el centro… él.
Aleksander estaba sentado en una silla, encorvado hacia adelante, con las manos —humanas— descansando en sus rodillas.
El pelo, más largo, le caía sobre el rostro, pero no ocultaba del todo sus ojos. Eran dorados aún, pero apagados, como si una capa de niebla los cubriera.
Vestía ropa sencilla: pantalón gris, camiseta negra. No había cadenas. No había dispositivos visibles en su cabeza.
Me vio entrar.
No se levantó.
No gruñó.
Solo… me miró.
—Sónechka —dijo, y su voz no fue un rugido ni un susurro, sino algo intermedio. Una palabra pronunciada con cuidado, como si no estuviera seguro de tener derecho a usarla.
Me quedé de pie, observándolo.
Había cicatrices nuevas en sus brazos, cortes limpios, quirúrgicos.
Las garras ya no estaban. Las manos temblaban levemente.
Pero lo que más me desconcertó fue ese algo en su mirada… no era odio. Tampoco era alivio. Era… reconocimiento.
—Te están… ayudando —dije, sin saber si era una afirmación o una pregunta.
Él asintió lentamente.
—Me… enseñan. Recuerdos… palabras. —Se llevó dos dedos al pecho—. Hombre… no lobo. Difícil.
La crudeza de esas frases cortas me golpeó. Era como hablar con un soldado recién liberado de un campo de prisioneros. Había que reconstruirlo pieza por pieza.
—¿Por qué? —pregunté.
Él levantó la vista hacia mí. Y ahí, por un segundo, vi el destello azul bajo el oro.
—Porque… tú… no terminaste. —No era una acusación. Era un hecho. Hizo una pausa, y su voz bajó—. Y porque… me necesitan.
Me acerqué un paso, sintiendo cómo los guardias tras el cristal invisible se tensaban.
—¿Para qué? – Su boca se torció en algo parecido a una sonrisa amarga.
—Para… cazar a quienes hicieron… esto. —Se tocó la sien, luego el pecho.
—¿La empresa? —susurré.
Asintió.
—Tú… yo… juntos.
La idea me quemó por dentro. No sabía si era justicia o una condena más.
Pero verlo ahí, vivo, sin cadenas, pronunciando esas palabras… me hizo entender que algo había cambiado. No del todo. No de forma segura. Pero lo suficiente como para que esta vez, el monstruo y yo tuviéramos un enemigo en común.
—Entonces —dije, sin apartar la mirada de sus ojos—, tendremos que acabar lo que empezaron.
Él asintió, y aunque no sonrió, en su mirada dorada hubo un destello que no vi ni en la Cripta, ni en mis pesadillas: propósito.