Si alguien me hubiera dicho que, un día —más concretamente, el 25 de septiembre de 2025—, iba a tener un accidente que me llevaría al coma, habría tomado las medidas necesarias para evitarlo.
Si alguien me hubiera dicho que, en ese instante, vería una especie de mundo paralelo en el que podía observar a todas las personas que me rodeaban, escuchar y mover cosas, habría llorado hasta la saciedad.
Si alguien me hubiera dicho que aquel accidente no había sido un accidente, sino más bien un intento de asesinato, habría investigado quién quería verme muerta, quién deseaba que desapareciera de esta vida.
Y para rematar, si alguien me hubiera dicho que, en ese tránsito entre la vida y la muerte, lo conocería a él —a la Muerte—, me habría desmayado o, mejor aún, habría huido lo más lejos posible, lejos de cualquier peligro que pudiera ponerme en esa tesitura.
Pero ¿qué pasaría si la Muerte no fuera como la imaginábamos? ¿Qué pasaría si realmente conocieras a la Muerte que yo conocí? A ese chico de aspecto impecable, que sonreía con facilidad, gastaba bromas sin cesar y que me ayudaría a investigar mi propia muerte porque, cito textualmente: «Mi sueño frustrado en vida era ser detective».
Cualquiera habría desaparecido, huido, pedido a quien fuera que le devolviera la vida. Pero no. Yo me aferré a él, me aferré a su ayuda... y fue la mejor y la peor decisión que tomé tanto en vida como en muerte.
Y, aun así, no me arrepentía en absoluto.