Sos Muerte

Capítulo 1

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En esos momentos me sentía liviana. Mi cuerpo no pesaba, mi mente no pensaba. Noté un poco de frío, pero no demasiado. Escuchaba el bullicio de voces, voces que me llegaban lejanas, voces que no entendía. Oía mi nombre: Zev, y también otra voz que me imploraba: “Zev, abre los ojos, por favor”. Era la voz de mi madre, casi angustiada, como si estuviera sufriendo. No comprendía por qué; simplemente estaba dormida, me despertaría solo con pensarlo.

Pero algo me lo impidió, como si una barrera invisible evitara que mis ojos se abrieran y hacía que las voces sonaran cada vez más insistentes. Quise decirles que enseguida me despertaría, que solo me estaba costando, que soy una persona dormilona y me cuesta levantarme. Pero la voz no salía de mi boca. Ni siquiera podía moverla.
¿Qué me estaba pasando? ¿Una parálisis del sueño? Millones de preguntas se formularon en mi mente. Deseé que alguien me las contestara, pero no podía. Ni siquiera yo podía hablar. Era frustrante.

Venga, Zev, levántate, no seas perezosa, me dije a mí misma, pero nada cambió.

De repente, algo brilló. No supe qué era, ni qué podía ser, pero me llamó. Quise ir. Lo deseé.
En ese instante mi cuerpo por fin se movió. Mis pasos eran ligeros; podía jurar que estaba casi flotando. Mi vestido rosado se balanceaba al compás de mis movimientos y mi cabello rubio ondeaba con el aire.

La luz brilló con más intensidad y tuve que entrecerrar los ojos. Pasé a través de ella. No quemaba; era más bien una caricia mágica que me hizo suspirar, como si me estuviera recargando. Sentí mi cuerpo relajarse. Las voces cesaron. Ya no oía nada, pero al menos podía moverme.

Tras cruzar la luz me quedé paralizada. El ambiente era tétrico. Árboles muertos, sauces llorones inclinados sobre lagos grisáceos, una niebla que solo dejaba ver siluetas de personas que pasaban por allí. El aire era gélido y tuve que abrazarme a mí misma. No había sol, solo nubes, y los colores apagados hicieron que una tristeza profunda me invadiera.

Caminé sin saber a dónde ir, mirando a todos lados, rezando por encontrar a alguien que pudiera ayudarme a saber dónde estaba.

Fue entonces cuando vi a un hombre de edad avanzada, encorvado, apoyado en un bastón blanco. Llevaba una camisa de punto azulada y unos pantalones de pinza negros que le quedaban bien. Me acerqué rápidamente.

—Perdone… ¿sabe dónde estoy? —pregunté, con más desesperación de la que esperaba.

—¿Mery? ¿Eres tú? No te preocupes, mi vida… ya voy —dijo al pasar a mi lado, ignorándome.

No dije nada. Suspiré y me dispuse a buscar a otro. Con cada paso, la atmósfera empeoraba: me costaba respirar y el vaho salía de mi boca de forma tan densa que juraría que, si alzaba la mano y lo tocaba, podría cogerlo. Era escalofriante.

Sollozos inundaron mis oídos. Me giré rápidamente y vi a una mujer llorando bajo un sauce llorón. La leyenda de La Llorona apareció en mi mente y retrocedí corriendo, sin pensarlo, no quería morir. Mi velocidad aumentó y me giré de un movimiento brusco.

No me cansaba, y eso era extraño. Yo no era una persona deportista, y recordaba perfectamente que tenía asma. Pero no me dolían los pulmones, ni estaba buscando desesperadamente mi inhibidor. Eso hizo que me detuviera en seco.

¿Cómo era posible que no me sintiera como si se me fuera a salir el pulmón por la boca?
¿Cómo era posible que no tuviera mi inhibidor si jamás salía sin él?
Y lo peor… ¿dónde coño estaba mi bolso?

Todo se me estaba haciendo demasiado extraño. Me mordí el labio, nerviosa. Mis ojos volvieron a recorrer el lugar: solo había árboles, árboles y más árboles; personas que caminaban cabizbajas, sin rumbo, como zombis.
¿Estaba en un apocalipsis zombi?

Me miré los zapatos y vi que llevaba mis bailarinas. Genial… ese calzado no era precisamente el mejor para correr si un zombi me perseguía. Moví la cabeza y me pasé las manos por la cara. No dejaba de pensar en tonterías, y todavía no había identificado dónde estaba.

—Genial, simplemente genial… no tengo cómo contactar con nadie y no sé dónde estoy —suspiré, y quise llorar, pero me tragué las lágrimas.

—¿Necesitas ayuda?

La voz sonó casi celestial. Una chispa de esperanza se apoderó de mí. Me giré de inmediato, preparada para ver a mi futuro héroe, pero en cuanto lo vi, di uno o dos pasos hacia atrás. Llevaba una parka que lo cubría por completo, una guadaña que sujetaba con firmeza y parte del rostro oculto por una máscara de esqueleto. Me dejó helada… no, helada no: paralizada.

—No —conseguí decir. Poco a poco intenté alejarme de aquel ser.

—Ups, perdón, es que no me he presentado —se rió.

No sé en qué momento, pero apareció justo delante de mí, con una sonrisa amplia. No pude escapar: algo, como una energía invisible, me lo impedía.
¿Qué coño era eso?

—Buenas, me presento. Soy la Muerte. Encantado —dijo, inclinando un poco la cabeza sin borrar la sonrisa.

Chillé. Chillé tanto que juro que hasta los zombis que pasaban por allí —los mismos que me ignoraban— se giraron. El chico entró en pánico.

—No, no chilles, no chilles —intentó taparme la boca. Le di un manotazo.

—¿Qué clase de broma es esta? —mis ojos me picaban y mi cuerpo temblaba con pequeñas sacudidas totalmente visibles.



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Editado: 18.11.2025

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