El sonido de unos pasos firmes se filtró por la habitación antes de que la puerta se abriera de golpe. Liora se quedó rígida, aferrando las sábanas como si fueran un escudo. Ella ya sabía quién era. Lo había escrito.
Y aun así… verlo entrar fue como recibir una descarga eléctrica.
Killian Mercerheart atravesó el umbral con la misma presencia imponente con la que lo había imaginado. Alto, impecable, con esos hombros rectos que parecían hechos para intimidar. Vestía ropa elegante —pero moderna, nítida, cara— y llevaba el cabello oscuro ligeramente revuelto, como si una mano impaciente hubiera pasado por él.
Entonces lo vio.
Los ojos.
Grises. Fríos. Penetrantes.
Exactamente los ojos que ella había descrito en su manuscrito… porque los había sacado de alguien real.
Adrien Hale.
Su jefe.
El CEO que la había humillado.
El hombre que había leído su manuscrito con expresión de fastidio.
El hombre que la observaba como si pudiera destruirla con un solo comentario.
Killian era la versión literaria de él.
La copia perfecta.
El rostro tallado con precisión afilada.
La mandíbula firme que parecía prometida al acero.
La mirada que no mostraba ni un rastro de emoción.
Eran idénticos.
Liora sintió que el corazón se le detenía en seco.
¿Cómo no lo había pensado antes?
Cuando escribió “Amor de Tormenta”, estaba obsesionada con terminar, presionada, exhausta… y claramente influenciada por Adrien Hale. Sin querer, había descrito a su protagonista masculino como él. Como ese hombre que ella —por más que lo negara— le despertaba miedo, respeto… y algo más que jamás admitiría.
Killian frunció el ceño al verla incorporarse torpemente.
—Estás despierta —dijo, sin calidez alguna.
La voz.
Dios… la voz también era igual.
Ese tono bajo, cortante, preciso. Ese modo de hablar que dejaba claro que no desperdiciaba palabras, ni paciencia.
Liora abrió la boca, pero nada salió.
Killian avanzó unos pasos más, cruzándose de brazos, evaluándola como si fuera un objeto fuera de lugar en su propia habitación.
—No tienes nada que decir… Borgia —sentenció, pronunciando su nombre con ese ligero matiz de desprecio que ella misma había escrito en la novela.
Liora tragó saliva. Lo había hecho así. Ella. Cada gesto, cada detalle, cada rasgo cruel. Killian Mercerheart estaba actuando exactamente como su pluma lo había programado.
—K-Killian… —balbuceó.
Él arqueó una ceja, impaciente.
—Espero que hoy no vuelvas a comportarte como ayer. Ya sabes que tu dramatismo me molesta.
Liora abrió los ojos como plato. ¿Ayer? ¿Qué había pasado ayer? En la novela, “la protagonista” había sufrido uno de sus absurdos episodios vergonzosos… el tipo de escenas exageradas que Liora escribió cuando ya no sabía qué más inventar.
—¿Qué…? —susurró.
Killian suspiró, irritado.
—Olvídalo. No tengo tiempo para tus tonterías. Bájate de esa cama. Tenemos que asistir al evento de esta noche. Ya sabes que fingir que todo va bien es parte de nuestro trato.
Trato.
A Liora le tembló el estómago.
En la historia, el matrimonio de Borgia y Killian era un desastre pactado.
Sin amor. Sin química.
Frío. Roto.
Una fachada para el mundo.
Killian la observó por unos segundos más, como si sopesara si valía la pena seguir hablando. Finalmente, añadió:
—A menos que… —sus ojos se volvieron aún más helados— hayas olvidado hasta eso.
Liora levantó la mirada y lo vio tal como lo describió: el hombre perfecto en apariencia, imposible en alma.
Un hombre tan guapo que dolía mirarlo.
Un hombre tan distante que congelaba.
Y aun así… idéntico al Adrien Hale que la había destruido en la sala de juntas.
Tan idéntico que ella no podía respirar.
Killian dio un paso más y la sombra de su figura la cubrió.
—¿Entendiste, Borgia? —preguntó con voz afilada.
Liora asintió sin pensarlo.
Porque por primera vez entendió algo con absoluta claridad:
Si quería sobrevivir en esta historia, tendría que enfrentar al hombre que creó.
Al hombre que se parecía demasiado al que la hirió en la vida real.
Y Killian Mercerheart… no tenía intención de hacérselo fácil.