Liora avanzó del brazo de Killian hacia el gran salón del hotel, sintiendo cómo el aire se volvía más denso, casi cargado de tinta… como si la escena misma aguardara para repetirse exactamente como ella la había escrito.
Las lámparas doradas brillaban. Los cubiertos resonaban. Las risas elegantes llenaban el ambiente.
Todo idéntico a su manuscrito.
Pero ella no.
Killian se detuvo frente a la mesa asignada. Su rostro era una máscara impenetrable. Liora sintió un nudo en la garganta al verlo ocupar su silla con la precisión distante que había descrito una noche de cansancio… y frustración.
Era Adrien Hale. Era Killian Mercerheart. Una mezcla perfecta de realidad y ficción.
Ella respiró hondo y tomó asiento, cuidando cada movimiento.
En su historia, justo aquí, Borgia volteaba la copa sin querer, y el vino le caía encima al socio más importante.
Daphne lo había provocado discretamente empujando el mantel con la rodilla.
Liora observó la mesa. Los cubiertos. La copa. El mantel perfectamente tirante.
Un sudor frío le recorrió la espalda.
—Relájate —susurró Killian sin mirarla, aunque sus ojos grises seguían cada respiración de ella—. Aún no has hecho nada… inconveniente.
El tono le caló los huesos.
Ella se enderezó.
Esta vez no sería una marioneta de su mala escritura.
—Estoy bien —respondió con una calma que sorprendió incluso a sus propias manos temblorosas.
La velada comenzó.
Los socios conversaban.
Los camareros servían platos con elegancia coreografiada.
Y, desde el otro extremo de la mesa, Daphne la observaba como un halcón esperando el primer error.
En la novela, Borgia movía la mano demasiado rápido para tomar la servilleta.
Y Daphne —disimulada y certera— empujaba la base de la copa para que todo pareciera un accidente.
Liora vio su propia trampa ahí, tendida como una emboscada literaria.
El camarero dejó una copa de vino cerca de su brazo derecho.
Demasiado cerca.
Y Daphne cruzó la pierna bajo la mesa, lista para actuar.
Liora sonrió.
Con un movimiento suave, casi elegante, cambió su copa de lugar… colocándola al lado opuesto.
Lejos del alcance de Daphne.
La pelinegra parpadeó.
Un segundo después, su rodilla empujó el mantel…
y la copa que debía volcarse no estaba ahí.
En vez de eso, solo movió un plato vacío.
Los cubiertos tintinearon.
Mínimo.
Insignificante.
Pero suficiente para que todos giraran la mirada hacia ella.
Daphne sonrió como si nada.
Aurelia la fulminó con los ojos.
Leonie levantó apenas una ceja.
Y Killian…
Killian giró lentamente el rostro hacia Liora.
No con enojo.
No con fastidio.
Con curiosidad.
Liora sostuvo la mirada.
—¿Pasa algo? —preguntó ella con inocencia.
—No —respondió él, estudiándola como si la viera por primera vez—. Nada en absoluto.
A lo lejos, Daphne hervía.
La cena continuó sin más incidentes.
El segundo desastre que Liora había escrito —un comentario torpe que enmudecía la mesa entera— tampoco sucedió.
Porque ahora ella no hablaba impulsada por inseguridades, sino por supervivencia.
Todo iba bien. Demasiado bien.
Hasta que el socio principal, el señor Northwell, se inclinó hacia ella con una sonrisa cordial.
—Borgia, cuéntanos —dijo—, ¿cómo es compartir la vida con Killian?
En su novela, esta pregunta desencadenaba un caos:
Un balbuceo ridículo, Killian tensándose, Daphne soltando una carcajada cruel.
Liora sintió el guion intentando tomar control.
Como si el mundo quisiera arrastrarla a la humillación original.
Pero esta vez… ella respiró hondo.
Y sonrió.
—Desafiante —respondió con voz suave—. Pero supongo que lo mejor de convivir con alguien tan… intenso, es descubrir que incluso el hielo tiene grietas si sabes dónde mirar.
Un silencio elegante cayó sobre la mesa.
Daphne abrió la boca.
Killian dejó los cubiertos.
Aurelia frunció el ceño.
Y Northwell soltó una carcajada cálida.
—Qué respuesta tan interesante —dijo—. Me gustan las mujeres con carácter.
Killian la miró.
Profunda.
Lentamente.
Como si esas palabras hubieran roto un patrón invisible.
La cena siguió, pero algo había cambiado.
Liora había sobrevivido su escena más humillante.
Había domado la tinta.
Había evitado cada trampa que se puso a sí misma.