Liora pensó que lo peor de la noche ya había pasado.
Había sobrevivido a Daphne, a Aurelia y a Leonie sin derramar una lágrima ni provocar un desastre. Había logrado cenar sin tropezarse, sin mancharse, sin repetir las escenas humillantes que ella misma había escrito.
Todo iba sorprendentemente bien.
Demasiado bien.
Y la historia nunca la dejaba respirar por tanto tiempo.
El salón estaba iluminado con tonos dorados. Música suave. Murmullos elegantes. Los invitados se movían entre mesas, copas y conversaciones superficiales. Killian estaba a su lado, silencioso, frío, observando a todo el mundo con ese aire de superioridad que tanto irritaba… y fascinaba.
Liora trataba de mantener una distancia prudente entre su vestido y todo lo que pudiera arruinarlo. Se sabía cada escena, cada desastre. No iba a permitir que nada se cumpliera.
Pero entonces lo vio.
Y el mundo pareció detenerse.
Allí, en la entrada del salón, avanzando con una seguridad casi seductora, apareció Darío Morel.
El hombre más peligroso que ella había creado sin querer.
No era villano.
No era héroe.
Era peor:
el personaje secundario que robaba la escena siempre que podía.
Liora lo había descrito así, con orgullo de autora novata:
> “El tipo que no estaba escrito para ser protagonista, pero tenía pinta de querer serlo.”
Alto, atractivo, sonrisa fácil, ojos oscuros llenos de picardía.
La clase de hombre que hacía suspirar a las lectoras… y que en la historia despertaba celos innecesarios en Killian.
Solo debía aparecer brevemente.
Un comentario.
Una escena corta.
Un guiño.
Pero Liora… en ese momento entendió algo terrible:
Los personajes secundarios también cobraban vida aquí.
Darío la vio.
Y sonrió.
Liora sintió que el corazón se le comprimía.
—No… no puede ser —susurró.
Killian la miró de reojo.
—¿Qué ocurre ahora?
Pero Liora no pudo contestar.
Porque Darío ya se acercaba.
Caminaba con paso seguro, sin prisa, como quien sabe exactamente qué impacto provoca. Llevaba un traje oscuro, camisa abierta en el cuello, el cabello negro perfectamente despeinado. Era la definición de “peligrosamente encantador”.
Cuando llegó frente a ellos, se inclinó ligeramente.
—Killian —saludó con una voz grave y cálida.
Killian tensó la mandíbula.
—Darío —respondió con frialdad—. No sabía que estarías aquí.
Darío sonrió.
—No sabías tantas cosas…
Luego miró a Liora.
Y la mirada le cambió por completo.
—Borgia —murmuró, con un tono tan suave que la piel de Liora se erizó—. Estás… preciosa esta noche.
Killian giró el rostro hacia ella de inmediato.
Liora sintió el filo helado de esos ojos grises clavarse en su perfil.
Porque en la novela, Darío fue la chispa que comenzó la tormenta:
El hombre que hacía reír a Borgia.
El que notaba cuando ella estaba triste.
El único que la trataba con gentileza.
Killian lo odiaba.
Aunque él jamás lo admitiera.
Liora tragó saliva.
—B-buenas noches, Darío —dijo, intentando sonar normal.
Pero Darío dio un paso más hacia ella.
Demasiado cerca.
Como si no existieran reglas sociales.
—No imaginé que te vería aquí —añadió él—. Pero me alegra que hayas venido.
Killian dio un sorbo a su copa con una calma que era pura amenaza contenida.
—La presencia de mi esposa no debería sorprenderte —dijo Killian, sin apartar los ojos de Liora—. Va donde yo voy.
Darío arqueó una ceja.
—¿De verdad? —sonrió—. Qué interesante. No es precisamente la impresión que das.
Liora quiso meter la cabeza debajo de la mesa.
Porque, en su novela, esta era la parte donde Borgia se ruborizaba, tartamudeaba, y derramaba vino.
Todo.
Absolutamente todo.
Escrito por ella.
Y el universo estaba desesperado por cumplirlo.
Un camarero pasó demasiado cerca. Una copa tembló en su bandeja. El mantel se levantó con una brisa inexistente.
El destino quería arrastrarla a la misma vergüenza.
Pero Liora respiró hondo.
Firme.
Determinada.
—Darío —dijo con una sonrisa capaz de hacer sudar al propio diablo—, si estás libre, quizá podamos hablar más tarde. Siempre es agradable conversar con alguien que tiene… carisma.
Killian dejó de respirar.