—¿Me concedes este baile? —Liora miro a Dario, él sonreía.
No olvidaba lo que había escrito, suspiró y asintió, extendió su mano hacia la de Dario.
La mano de Dario era cálida.
La de Liora, un temblor contenido.
Sabía exactamente lo que había escrito en el borrador:
el baile que humillaba a Borgia delante de todos.
Pero ahora…
ahora no era una marioneta literaria.
Era una mujer consciente.
Determinada.
Furiosa con su yo del pasado.
Y no iba a permitir que nada saliera como estaba en tinta.
Dario la condujo al centro del salón, donde la luz dorada caía suave y la música comenzaba a volverse más íntima. Él se detuvo frente a ella, inclinando la cabeza con esa mezcla de cortesía y atrevimiento que ella había creado sin pensar en las consecuencias.
—No sé si debería decirlo… —murmuró él—, pero te ves mucho más segura esta noche, Borgia.
Liora tragó saliva.
Borgia.
Ese nombre la oprimía… y la empujaba.
—Digamos que estoy aprendiendo —respondió, posando su mano sobre el hombro de él.
Dario sonrió, encantado.
—Killian se va a quemar de celos —dijo en un susurro casi travieso.
Liora tensó los dedos.
No sería verdad en la novela original.
Killian no se ponía celoso.
Killian no la defendía.
Killian prefería a Daphne. Siempre.
Porque ella misma lo escribió cruel así.
Y ahora, viendo cómo Dario la giraba suavemente entre la gente, viendo cómo algunos invitados murmuraban, viendo cómo los ojos de antes —los de Daphne, Aurelia y Leonie— brillaban de veneno puro…
Liora lo sintió.
La culpa.
La vergüenza.
Yo escribí esto.
Yo la hice débil.
Yo puse a ese hombre por encima de ella.
Yo le regalé el amor a una mujer maldita como Daphne.
La música subió.
Dario la acercó un poco más.
—Relájate —susurró él—. Bailas bien.
Liora casi rió.
Casi.
Porque sabía que, en su borrador, esta era la parte donde tropezaba, caía, se llevaba a Dario con ella y todo el salón veía su humillación.
No esta vez.
Ella enderezó la espalda.
Levantó la barbilla.
Y cuando Dario la giró, dio un paso firme, perfecto, elegante.
El vestido ondeó como un pétalo rojo encendido.
Los murmullos se detuvieron.
Hasta Dario la miró sorprendido.
—Vaya… —susurró él, genuinamente impresionado—, no sabía que eras experta en el baile —sonrió.
Liora sonrió.
—Digamos que estoy relajandome—respondió.
Pero entonces, algo cambió en el aire.
Frío.
Tenso.
Como una sombra elegante y peligrosa acercándose.
Killian Mercerheart había salido de entre los invitados, caminando hacia la pista con pasos tan controlados como una amenaza silenciosa.
No apuraba el paso.
No alzaba la voz.
No mostraba emoción.
Pero cada persona se hacía a un lado al verlo.
Y Liora sintió el estómago retorcérsele.
Porque esa mirada helada no era la del magnate ficticio.
Era la de Adrien Hale.
Idéntica.
Afilada.
Implacable.
Cuando Killian llegó a ellos, la música continuó… pero el salón pareció contener la respiración.
—Dario —dijo Killian, sin apartar los ojos de Liora—. Creo que has bailado lo suficiente.
Dario, que tenía el valor inconveniente de un personaje secundario bien escrito, sonrió sin temor.
—¿Eso crees? Porque Borgia parece estar disfrutándolo.
Killian no parpadeó.
—Mi esposa no necesita que tú hables por ella.
Liora sintió la amenaza vibrando en el aire.
Lo había escrito así: frío, posesivo sin admitirlo, incapaz de amar, pero incapaz de permitir que otro se acercara demasiado.
Dario inclinó la cabeza.
—Como digas —dijo, soltándola lentamente—. Pero Borgia… —su mirada la recorrió con suavidad peligrosa— si quieres bailar otra vez, sabes dónde encontrarme.
Killian apretó la mandíbula.
Liora se quedó sin aire.
Cuando Dario se alejó, Killian dio un paso hacia ella.
Solo uno.
Suficiente para que su sombra la envolviera.
—Bailar con él… no estaba en nuestros acuerdos —dijo, en voz baja.
—No estoy rompiendo ninguna regla —replicó Liora, sorprendida por su propio valor—. No hice nada malo.