Liora se encerró en su habitación, pero no echó el seguro. Sabía que en este mundo, en esta mansión que ella misma había descrito como una "jaula de cristal y mármol", la privacidad era una ilusión que solo se mantenía mientras el dueño de la casa lo permitiera. Se sentó en el borde de la cama, presionando las palmas de sus manos contra el colchón. Sus dedos se hundieron en la seda de la colcha, y una oleada de náuseas emocionales la golpeó.
No era cansancio. Era algo mucho más denso.
Era la comprensión de que cada vez que ella, sentada en su escritorio con un café frío al lado, escribía frases como: “Borgia sintió que su corazón se hacía añicos mientras Killian la ignoraba”, no eran solo palabras. Eran códigos de tortura. Ahora, dentro de este cuerpo, Liora podía sentir la cicatriz invisible de cada uno de esos desplantes. Su pecho se sentía apretado, como si los pulmones no tuvieran espacio para expandirse. Borgia no era solo un nombre horrendo en una portada; era una mujer diseñada para amar incondicionalmente a un hombre diseñado para no sentir nada.
—Qué clase de monstruo fui —susurró Liora al aire viciado de la habitación.
El silencio fue interrumpido por el sonido de la puerta abriéndose. No hubo un golpe, solo el suave roce de la madera contra la alfombra. Liora no se giró. No necesitaba hacerlo. El aire cambió de temperatura; se volvió más pesado, cargado de ese aroma a madera de sándalo y lluvia que ella le había asignado a Killian porque era el aroma que Adrien Hale usaba en la oficina.
Killian entró y se quedó de pie en la penumbra. No encendió la luz. La luna, filtrándose por los enormes ventanales, recortaba su silueta perfecta y letal.
—No hemos terminado de hablar —dijo él. Su voz no era el grito de antes; era un susurro ronco, una vibración que Liora sintió en la base de su columna vertebral.
—Yo ya terminé, Killian —respondió ella, obligándose a mantener la voz firme a pesar de que el corazón de Borgia, ese órgano traidor que ella misma había programado para latir por él, estaba saltando contra sus costillas.
Killian avanzó. Lenta, deliberadamente. Cada paso suyo era una página que se pasaba en la historia de su vida. Se detuvo justo detrás de ella. Liora podía sentir el calor que emanaba de su cuerpo, una contradicción viviente para el hombre de hielo que se suponía que era.
—¿Qué es esto, Borgia? —preguntó él, y esta vez hubo una grieta en su control. Se inclinó, su aliento rozando la oreja de ella—. ¿Es un nuevo juego? ¿Dario te enseñó a ser esquiva para que yo te persiguiera? Si es así, dile que ha fallado. No persigo lo que ya poseo.
Liora cerró los ojos con fuerza. Esa era la arrogancia que ella le había dado. Pero ahora, no era gracioso ni "atractivo" como en los borradores. Era insultante.
—No es un juego —dijo ella, girándose bruscamente para enfrentarlo. Al hacerlo, quedó atrapada entre el borde de la cama y el pecho de él—. Es que por fin entiendo el manuscrito de mi propia vida. Entiendo que te he dado años de una devoción que no sabes ni dónde guardar. Entiendo que me he humillado pidiendo migajas de una atención que tú le regalas a Daphne sin pestañear.
Killian frunció el ceño, su mirada gris escaneando el rostro de Liora con una intensidad que quemaba.
—Daphne es...
—No te atrevas a explicarme quién es ella —lo interrumpió Liora, y su voz se quebró, no por debilidad, sino por la rabia acumulada de una creación contra su creador—. Yo sé quién es ella. Sé que la prefieres. Sé que la defiendes. Lo que no sabía es cuánto dolía estar del otro lado de tu indiferencia.
Liora estiró la mano y, sin pensarlo, tocó el pecho de Killian, justo sobre su corazón. Sintió la tela fina de su camisa y, debajo, un latido rítmico, poderoso.
—Te escribí así —sollozó Liora, olvidando por un segundo que él no podía entender lo que decía—. Te hice tan hermoso que doliera mirarte y tan frío que fuera imposible tocarte sin quemarse. Pero no pensé en mí. No pensé en cómo iba a sobrevivir yo a este amor que te inventé.
Killian la sujetó por las muñecas con una fuerza que no llegaba a lastimar, pero que la inmovilizaba. Sus ojos estaban oscuros, las pupilas dilatadas hasta casi borrar el iris gris.
—Hablas como si estuvieras loca —murmuró él, pero su cuerpo la presionaba contra el colchón, invadiendo su espacio personal de una manera que nunca antes había hecho—. Pero actúas como si finalmente hubieras despertado.
Él soltó sus muñecas y, en un movimiento que rompió todos los esquemas de la novela, acunó su rostro con ambas manos. Sus pulgares acariciaron sus pómulos con una urgencia que no estaba escrita en ningún capítulo.
—No me gusta esta nueva distancia, Borgia —confesó él, y su voz era pura necesidad primaria—. Me irritas. Me confundes. Me haces querer destrozar todo en esta habitación solo para ver si reaccionas, si lloras, si me pides que me detenga.
—Ya no voy a pedirte nada —respondió ella, su aliento mezclándose con el de él.
—Entonces lo tomaré yo —sentenció Killian.
Se inclinó y la besó.
No fue el beso suave de Dario. No fue un roce de exploración. Fue una colisión. Fue un choque de trenes entre la realidad y la ficción. El beso de Killian sabía a posesión, a rabia y a una sed que Liora no sabía que su personaje poseía. Era el beso de un hombre que se está ahogando y descubre que su única fuente de oxígeno es la mujer que siempre despreció.