Borgia
El aire de la mañana estaba demasiado limpio para lo que Borgia llevaba por dentro.
Había salido sin rumbo claro, como si sus pies supieran antes que su mente lo que necesitaba: calles amplias, gente desconocida, ruido normal. Cualquier cosa menos la mansión, donde cada pasillo parecía repetirle el mismo mensaje en voz baja: perteneces aquí… si él lo permite.
Caminó con las manos dentro de los bolsillos del abrigo, sintiendo el frío morderle los nudillos. La ciudad olía a café, a pan recién horneado, a gasolina, a prisa. Era un mundo real, tangible. Un mundo donde nadie la miraba como “la esposa de”.
Y aun así, el cuerpo no se desprendía.
La memoria del beso de Killian seguía pegada a la piel como una marca invisible. No había sido ternura. No había sido reconciliación. Había sido un gesto brutalmente claro, tan claro que casi dolía comprenderlo:
Vuelve. Quédate. No me quites esto.
En su interior, la voz de Liora intentó nombrar lo que sentía, pero las palabras se le deshacían en la boca. Porque lo que la atormentaba no era el beso en sí, sino lo que revelaba de la tragedia:
Borgia —la verdadera Borgia, la que había vivido años allí— habría tomado ese beso como milagro. Como señal. Como premio.
Y habría vuelto a entregarse… con esperanza.
Ese pensamiento le apretó la garganta.
—No —murmuró ella, sola, como si el sonido pudiera anclarla—. No otra vez.
No se lo decía a Killian.
Se lo decía a sí misma.
A su cuerpo.
A esa parte entrenada para reaccionar cuando él invadía, cuando él exigía, cuando él decidía.
Siguió caminando hasta que el temblor interno cedió lo suficiente para respirar sin sentir que se rompía.
Entró en una cafetería discreta, de mesas pequeñas y ventanas amplias. Pidió té. Se sentó en un rincón desde donde podía ver la puerta y la calle, como si la vigilancia fuera un instinto heredado.
Apenas llevó la taza a los labios, un pinchazo atravesó su sien. No dolor fuerte: un recordatorio punzante, localizado, como una aguja de hielo.
El accidente.
La caída.
De pronto, la imagen llegó con la nitidez que a veces tienen los momentos de shock: el pavimento, el golpe, la sensación de vacío antes de tocar el suelo.
Y luego… nada. Solo despertar dentro de un cuerpo que no era el suyo y una vida que sí lo era, porque la había escrito.
Borgia apretó los dedos alrededor de la taza.
Si mi cabeza aún duele… él va a usarlo.
No por preocupación. No por cuidado.
Por explicación.
“Está distinta porque se golpeó.”
“Se comporta raro por el accidente.”
“Es un efecto pasajero.”
Una excusa perfecta para no mirar más hondo.
Esa idea le revolvió el estómago.
Porque si Killian podía atribuirlo todo a un golpe… no tendría que cambiar nada.
Y ella no podía permitirse eso.
Borgia abrió el bolso y sacó el cuaderno. El mismo que había comprado como quien compra una brújula, no para controlar el mundo, sino para no perderse.
Escribió con letra firme, sin florituras:
“Hoy no voy a confundir un gesto con amor.”
Se quedó mirando la frase unos segundos. Le temblaron los dedos. No por miedo, sino por la crudeza de la verdad.
Cerró el cuaderno.
En el reflejo de la ventana, vio su propio rostro: bonito, arreglado, “correcto”. Y sintió una punzada extraña de rabia contra la imagen. La belleza había sido una jaula: algo que todos celebraban mientras ella se desmoronaba por dentro en silencio.
Se levantó, pagó y salió.
No tenía un plan. Tenía una necesidad: poner a prueba su propia voluntad en escenarios donde la antigua Borgia habría cedido.
A media mañana, entró en una boutique sin intención de comprar nada. Solo quería estar rodeada de telas, espejos y empleados educados: un ambiente donde siempre se había sentido observada y medida.
Una vendedora se acercó con sonrisa impecable.
—Señora Mercerheart, qué gusto verla. Hace tiempo que no venía. ¿Buscamos algo para un evento?
Borgia sintió el golpe con precisión quirúrgica.
Hace tiempo.
La antigua Borgia había dejado de tener vida propia hasta en cosas tan pequeñas como escoger un vestido. No por falta de dinero, sino por falta de permiso emocional.
—Solo estoy mirando —respondió.
La vendedora ladeó la cabeza.
—¿Sin el señor Mercerheart?
Borgia sostuvo la sonrisa mínima.
—Sin él.
La mujer pareció confundida, como si eso rompiera una regla social no escrita. Borgia se movió entre percheros, tocando telas con la yema de los dedos: seda, lana, algodón. Era un acto sencillo, pero se sentía como una rebelión íntima.