¿soy Borgia?

Capítulo 14 — EL SEGUNDO ANTES DE CAER

La biblioteca siempre había sido un lugar silencioso.
No un silencio acogedor, sino uno solemne, casi vigilante, como si los libros no estuvieran allí para ser leídos, sino para recordar quién tenía el control del conocimiento y quién solo podía acceder a él con permiso. Borgia caminó entre los estantes sin prisa, dejando que la yema de sus dedos rozara los lomos. El contacto le producía una calma engañosa.
Había entrado sin una razón clara.

O tal vez sí.

Desde que despertaba en ese cuerpo, había empezado a notar algo inquietante: ciertas habitaciones la atraían sin que supiera explicar por qué. No era nostalgia. Era reconocimiento. Como si los espacios recordaran antes que ella.

Se detuvo frente a una estantería alta, una de las más antiguas. El libro que buscaba no era raro ni valioso, pero estaba colocado demasiado arriba, fuera del alcance normal. Borgia frunció el ceño.

—Siempre igual… —murmuró.

Miró alrededor. No había nadie. El banco de madera estaba junto a la pared, discreto, casi invisible. Lo arrastró unos centímetros; el sonido seco resonó demasiado fuerte en el silencio.

Subió.

Nada pasó al principio.
Apoyó un pie, luego el otro. Se estiró apenas, concentrada solo en el libro, en el polvo acumulado en el lomo, en el pequeño detalle del título escrito en letras gastadas.

Y entonces el banco se movió.

No cayó.

No se volcó.

Solo cedió.
Un balanceo mínimo, casi imperceptible.
Pero el cuerpo lo reconoció antes que la mente.
El aire se le quedó atrapado en los pulmones.
En ese segundo suspendido —ese segundo exacto— el recuerdo apareció.

No como una narración completa, sino como un fogonazo brutal:
La misma estantería.
El mismo banco.
El mismo movimiento traicionero.
Y ella, cayendo.

La escena que había escrito volvía entera, comprimida en una sensación física: el peso yendo hacia atrás, el golpe seco, el dolor que no parecía grave, pero que lo cambiaba todo después. Su asistencia a la fiesta de cumpleaños de Killian cancelada. Las miradas de reproche. El murmullo de la familia de Killian.

Llega tarde porque siempre le pasa algo.
Qué conveniente.
Siempre tan torpe.
Borgia sintió el pánico subirle desde el estómago hasta la garganta.

—No… —susurró, más como reflejo que como palabra.

El banco se inclinó un poco más.
El equilibrio se perdió.
El libro resbaló de sus dedos.
El mundo se inclinó con ella.

Y justo cuando su cuerpo se preparaba para el impacto —cuando los músculos se tensaron para un golpe que ya conocían— algo la sostuvo.

Un impacto distinto.
No contra el suelo.
Contra alguien.
Unos brazos firmes rodearon su cintura con fuerza suficiente para detener la caída. El banco cayó a un lado con un estruendo seco, pero ella no. Su espalda chocó contra un pecho sólido. El aliento se le escapó de golpe, desordenado.

El tiempo volvió de golpe.

—¿Qué estás haciendo? —dijo una voz baja, controlada, demasiado cerca.

Killian.

El nombre no se le formó en la boca, pero sí en la piel.

Borgia se quedó inmóvil unos segundos, incapaz de procesar lo que acababa de pasar. Las manos de Killian seguían sujetándola, no con cuidado, sino con la firmeza automática de alguien que no permite que las cosas se rompan frente a él.

—Baja —ordenó, y la ayudó a poner los pies en el suelo sin soltarla del todo.

Cuando la soltó, el vacío fue inmediato.
Borgia se giró lentamente para mirarlo.

Killian la observaba con el ceño fruncido, los ojos grises recorriéndola de arriba abajo, evaluando, midiendo daños que no encontraba.

—¿Te golpeaste? —preguntó.

Ella negó con la cabeza.

—No.
La palabra salió apenas audible.
Killian respiró hondo, como si se hubiera contenido justo a tiempo.

—No es un lugar para improvisar —dijo—. Ese banco no es estable.

Ella lo miraba sin responder
Porque en la historia que había escrito, Killian no estaba allí.
No aparecía.
No entraba a la biblioteca.
No la sostenía.
Simplemente no intervenía.
Y ese detalle —tan pequeño— era el que lo había cambiado todo.
Killian se agachó, recogió el banco y lo colocó contra la pared con un gesto brusco. Luego tomó el libro del suelo y se lo tendió.

—Si necesitas algo que esté fuera de tu alcance, lo pides —añadió—. No quiero incidentes innecesarios.
La frase cayó como una pieza encajando en su lugar.

En la novela, esa era exactamente la justificación posterior: el incidente innecesario que la dejaba fuera del cumpleaños del abuelo. El inicio de una cadena de reproches sutiles que Daphne sabía aprovechar mejor que nadie.
Borgia apretó el libro contra su pecho.

—Gracias —dijo al fin.

Killian levantó una ceja, sorprendido apenas por el tono.

—Ten más cuidado —respondió, y sin esperar nada más, salió de la biblioteca.




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