Borgia permaneció en la biblioteca más tiempo del que habría considerado prudente.
No porque estuviera leyendo. El libro seguía cerrado sobre sus piernas, olvidado, como un objeto que había perdido importancia frente a algo mucho más urgente: la necesidad de estabilizarse por dentro después del impacto invisible que acababa de recibir.
No había caído.
Y ese hecho simple le alteraba la respiración.
En la novela, esa escena era una grieta pequeña, casi insignificante. Un accidente menor, sí, pero con un propósito claro: justificar su ausencia, permitir que Daphne brillara sin competencia en el cumpleaños del abuelo de Killian, reforzar la idea de que Borgia siempre era “un problema”.
Ahora, nada de eso había ocurrido.
Borgia levantó la vista hacia la estantería alta, como si esperara que el mundo reaccionara de alguna manera por haberse desviado. Pero no pasó nada. Los libros siguieron en su sitio. El silencio no se rompió. La casa no se sacudió.
La historia no se había enfurecido.
Eso fue lo más inquietante.
Se levantó despacio y salió de la biblioteca. Cada paso por el pasillo era una comprobación: seguía entera, sin dolor, sin marcas visibles. Sin excusas.
Y esa era la diferencia más peligrosa.
El almuerzo fue una escena completamente nueva.
En el libro, Borgia no bajaba a comer ese día. Permanecía en su habitación con hielo en la pierna, una llamada de disculpa preparada en la garganta, y la certeza de que Killian no subiría a verla.
Esta vez, se sentó a la mesa.
El personal se movió con normalidad, pero algo había cambiado en la atmósfera. No sabían qué. Solo lo percibían. Las miradas eran más breves. Las respuestas, más cuidadosas.
Killian entró minutos después.
Se detuvo al verla sentada.
Fue solo un segundo. Apenas un parpadeo. Pero Borgia lo notó.
—Pensé que descansarías —dijo.
—No lo necesito —respondió ella.
Killian tomó asiento frente a ella. El silencio se estiró incómodo entre ambos, como si el espacio que normalmente ocupaban los reproches estuviera vacío.
—El banco —dijo él al fin— estaba mal colocado.
Daré instrucciones para que lo retiren.
Borgia lo miró.
—No es necesario.
Killian frunció el ceño.
—No quiero riesgos antes del cumpleaños.
Ahí estaba.
El cumpleaños del abuelo.
La escena que debía haberse activado ya.
—Asistiré —dijo ella, con naturalidad.
La cuchara de Killian se detuvo en el aire.
—¿Cómo dices?
—Que iré —repitió—. No tengo ningún motivo para no hacerlo.
Killian la observó con atención, como si estuviera evaluando una variable que no figuraba en sus planes.
—No es una obligación —dijo—. Nadie espera...—
—Yo sí —interrumpió Borgia, sin dureza—. Y estaré bien.
El silencio que siguió fue denso.
Killian dejó la cuchara en el plato con cuidado excesivo.
—Desde la caída… —empezó.
Borgia lo miró de frente.
—No me caí —dijo.
La corrección fue suave. Precisa. Imposible de discutir.
Killian apretó la mandíbula.
—Estás distinta.
—Estoy presente.
No hubo réplica inmediata.
Killian se levantó poco después, con una excusa relacionada con llamadas y trabajo. Pero Borgia vio algo nuevo en su postura al salir del comedor: una rigidez distinta, una incomodidad que no tenía nombre todavía.
Ella siguió comiendo.
No porque tuviera hambre, sino porque podía hacerlo.
Esa tarde, Daphne llamó.
El nombre apareció en la pantalla del móvil como un presagio elegante. En el libro, esa llamada ocurría después del accidente, cargada de falsa preocupación y veneno contenido.
Esta vez, ocurrió sin previo aviso.
Borgia dudó un segundo antes de responder.
—Borgia —dijo Daphne, con su tono perfectamente ensayado—. Me dijeron que habías tenido un… pequeño incidente.
El corazón de Borgia dio un salto seco.
El guion intenta acomodarse, pensó Liora.
—Estoy bien —respondió.
Hubo una pausa mínima al otro lado de la línea.
—Oh. Qué alivio —dijo Daphne—. Ya sabes cómo se preocupa la familia cuando algo… altera los planes.
—No los ha alterado —replicó Borgia—. Iré al cumpleaños.
El silencio esta vez fue más largo.
—¿Estás segura? —preguntó Daphne—. No querríamos que te sintieras obligada.
Borgia sonrió. No porque fuera amable. Porque entendía el movimiento.