Soy del año 2050 y viajé a ver a Cristo

Capítulo 1: El experimento prohibido

El año 2050 marcó un hito en la historia de la humanidad. La tecnología había alcanzado límites impensables, pero con ella, también surgieron secretos que pocos conocían. Yo era uno de esos pocos. Mi nombre es Daniel Foster, y trabajaba en un laboratorio clandestino donde investigábamos los viajes en el tiempo. No era una teoría, era una realidad.

Mi objetivo no era cualquier viaje. No quería ver el futuro ni conocer a grandes líderes del pasado. Yo quería ver a Cristo, al hombre que dividió la historia en dos. Nadie en el laboratorio podía saberlo. La máquina estaba diseñada para ser probada en pequeños saltos temporales. Pero yo tenía otros planes.

Esa noche, cuando todos se retiraron, activé la secuencia de viaje. Un destello azul lo cubrió todo. Sentí mi cuerpo fragmentarse, como si mi esencia misma se desintegrara en el tiempo. Todo a mi alrededor se tornó borroso y en cuestión de segundos, el mundo cambió por completo.

Desperté en un campo polvoriento. El aire tenía un aroma diferente, mezcla de tierra seca y hierbas silvestres. A lo lejos, un grupo de hombres caminaba, vestidos con túnicas. No había duda, había llegado. Pero ¿cuánto tiempo tenía antes de que la máquina me llamara de vuelta? Mi corazón latía con fuerza, la emoción y el temor se entremezclaban.

No sabía el idioma, pero mis dispositivos implantados me permitieron comprender las voces a mi alrededor. La gente hablaba de un hombre milagroso, un rabí que sanaba enfermos y desafiaba a los poderosos. No podía arriesgarme a llamar demasiado la atención, pero necesitaba acercarme a él. Cada palabra que escuchaba me confirmaba que estaba en el lugar y tiempo correctos.

Seguí a la multitud hasta un pequeño pueblo. Las calles eran angostas y llenas de polvo, las casas eran simples construcciones de piedra y madera. La gente iba y venía con sus tareas diarias. Ahí, entre el gentío, vi a un hombre de mirada profunda y serena. No había duda: era Jesús de Nazaret. La emoción me recorrió el cuerpo como una descarga eléctrica.

Mi corazón latía con fuerza. Tenía ante mí al hombre más enigmático de la historia. Observé cómo la gente se arremolinaba a su alrededor, buscando tocarlo, escucharlo. Pero él no parecía sorprendido por nada. Como si supiera que yo no pertenecía a ese tiempo.

Cuando nuestros ojos se cruzaron, sentí que mi mente se vaciaba. Él sonrió levemente y siguió caminando. Lo había notado. Decidí seguirlo de cerca, pero sin llamar la atención. En mi investigación del siglo XXI, los historiadores siempre debatieron sobre los milagros de Jesús. Si lograba ver uno con mis propios ojos, tendría pruebas irrefutables.

Entonces sucedió. Un hombre ciego se arrodilló ante él. “Señor, si quieres, puedes sanarme”, dijo con voz quebrada. Jesús lo miró con ternura y colocó sus manos sobre él. “Tu fe te ha salvado”, susurró. En ese instante, el hombre abrió los ojos y gritó de alegría. Había sido ciego toda su vida, y ahora podía ver.

Mi corazón se detuvo. No había tecnología alguna en esto. Era real. Jesús había sanado a un hombre con solo su toque. La realidad que había conocido se tambaleó. No había trampa, ni engaño. El milagro había ocurrido ante mis propios ojos.




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