El sol comenzaba a ocultarse en el horizonte cuando Jesús se volvió hacia mí. Su mirada era serena, pero profunda, como si pudiera ver a través de mi alma. Sentí un escalofrío recorrer mi espalda. No sabía si debía hablar o simplemente desaparecer entre la multitud.
La gente a su alrededor murmuraba, algunos se inclinaban ante él, otros le suplicaban ayuda. Pero en ese momento, sus ojos estaban fijos en mí. Mi mente científica buscaba una explicación, pero ninguna teoría cuántica o física podía justificar lo que sentía en su presencia.
Dio unos pasos en mi dirección, y el silencio se hizo entre la multitud. “Tienes preguntas”, dijo con una voz cálida, pero firme. No respondí de inmediato. Mi garganta estaba seca, mi corazón latía con fuerza. ¿Cómo podía saberlo? ¿Cómo podía reconocerme entre tantos?
“Sí”, logré decir con dificultad. Jesús asintió y extendió su mano. Dudé un instante antes de tomarla. Cuando lo hice, una oleada de calma recorrió mi cuerpo. Era como si toda la ansiedad y la incertidumbre que había sentido desde mi llegada desaparecieran.
“Ven”, dijo. Sin pensarlo, lo seguí. Nos alejamos de la multitud, adentrándonos en un pequeño jardín de olivos. Mi mente se debatía entre el asombro y el miedo. ¿Cómo era posible que estuviera aquí, caminando junto a él, hablando con él?
“¿Quién eres realmente?”, me atreví a preguntar. Jesús sonrió levemente. “Esa es una pregunta que tú mismo debes responder”. Su respuesta me dejó más confundido. Pero antes de que pudiera insistir, agregó: “No es casualidad que estés aquí. El tiempo no es una prisión, es un río que fluye en muchas direcciones”.
Mi mente trató de procesar sus palabras. ¿Acaso sabía que venía del futuro? ¿Cómo podía ser eso posible? “No entiendo”, admití. “Tal vez no aún”, respondió con paciencia. Sus palabras no eran simples frases, eran enigmas que parecían tener múltiples significados.
El viento soplaba suavemente entre los olivos, y por un instante todo el mundo pareció detenerse. “Tienes un propósito, Daniel”, dijo con suavidad. Mi cuerpo se estremeció al escuchar mi nombre. Nunca se lo había dicho. Nadie aquí lo sabía. Y sin embargo, él lo pronunció como si fuera la cosa más natural del mundo.
“¿Cómo… cómo lo sabes?”, pregunté con la voz entrecortada. Jesús me miró con ternura. “Porque el Padre lo sabe todo”. Su respuesta era simple, pero aterradora en su significado. ¿Era este el verdadero Cristo? ¿O mi mente me jugaba una broma imposible?
Antes de poder seguir preguntando, escuchamos ruidos en la distancia. Un grupo de soldados romanos patrullaba las calles. No sabía por qué, pero tuve la sensación de que no debía ser descubierto por ellos. Jesús pareció leer mis pensamientos y colocó una mano en mi hombro. “Confía”, dijo en un susurro.
En ese instante, el tiempo pareció desvanecerse. Sentí una extraña sensación de liviandad, como si mi cuerpo no estuviera completamente en este lugar. Cuando parpadeé, me encontré solo entre los olivos. Jesús ya no estaba, y la multitud en la ciudad parecía seguir con su vida normal.
Mi respiración era agitada. ¿Había sido un sueño? ¿Una alucinación? No podía explicarlo, pero algo dentro de mí había cambiado. Ya no estaba aquí solo por curiosidad científica. Algo más me había traído a este tiempo, y debía descubrir qué era.
(Continuará…)
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Editado: 05.04.2025