Soy del año 2050 y viajé a ver a Cristo

Capítulo 5: La noche de la traición

El aire estaba cargado de tensión. Podía sentir la incertidumbre en cada persona reunida en la pequeña casa. Jesús permanecía sereno, como si ya supiera lo que estaba por suceder. Me acerqué a él con el corazón latiendo con fuerza. “¿Qué debo hacer?”, le pregunté en un susurro.

Jesús me miró con ternura. “Daniel, el tiempo sigue su curso. No es tu papel detenerlo, sino comprenderlo”. Su respuesta me dejó aún más confundido. ¿Acaso estaba allí solo para presenciar lo inevitable?

Un fuerte golpe en la puerta rompió el silencio. Todos se sobresaltaron. Un discípulo se acercó con cautela y entreabrió la madera. Al otro lado, un grupo de soldados romanos aguardaba con antorchas encendidas y rostros implacables. Al frente de ellos, Judas Iscariote bajó la cabeza.

Mi mente entró en caos. Sabía lo que vendría después. Judas avanzó con pasos vacilantes y, sin decir una palabra, besó a Jesús en la mejilla. Los soldados no dudaron. Lo sujetaron de los brazos con rudeza. “¡No pueden llevárselo!”, grité sin pensar.

Pedro sacó un cuchillo y se lanzó contra uno de los soldados. En el forcejeo, logró cortarle la oreja a un guardia. El hombre cayó al suelo, gritando de dolor. Jesús, con infinita calma, se inclinó y tocó la herida del soldado. Al instante, la oreja estaba restaurada. “Basta”, dijo con firmeza. “El que a hierro mata, a hierro muere”.

Los soldados ataron las manos de Jesús y lo empujaron fuera de la casa. La multitud que se había congregado observaba con morbo y temor. Yo quería intervenir, pero mis piernas no respondían. ¿Era este mi propósito? ¿Ser solo un testigo de su sacrificio?

Sigilosamente, seguí a la procesión por las calles empedradas de Jerusalén. El frío de la madrugada se mezclaba con los murmullos de la gente. Algunos lloraban en silencio; otros murmuraban burlas. Pedro y algunos discípulos también iban entre la multitud, intentando mantenerse ocultos.

Jesús fue llevado al palacio del sumo sacerdote. Desde afuera, vi cómo lo interrogaban. Los fariseos lo rodeaban, lanzándole preguntas capciosas. “Dinos, ¿eres el Hijo de Dios?”. Jesús los miró con serenidad. “Tú lo has dicho”.

El sumo sacerdote rasgó sus vestiduras en un acto de indignación. “¡Blasfemia!”, gritó. La decisión estaba tomada. Enviaron a Jesús ante Poncio Pilato. Sentí que mi estómago se cerraba. La historia avanzaba tal como la conocía. Pero aún no entendía por qué estaba allí.

Me escondí entre las sombras, temblando. Sabía que lo peor aún no llegaba. Miré mis manos y me pregunté: ¿qué sentido tenía mi viaje si no podía hacer nada para cambiarlo?

Y entonces, una idea se formó en mi mente. Tal vez, no se trataba de cambiar el pasado. Tal vez, debía aprender algo que cambiaría el futuro.

(Continuará…)




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