El cielo estaba cubierto de nubes negras, como si la naturaleza misma llorara por lo que estaba ocurriendo. El viento soplaba con fuerza, levantando el polvo del Gólgota. Jesús, colgado en la cruz, alzó la mirada al cielo y murmuró palabras en un idioma que apenas podía entender. Sus labios resecos temblaban por la fiebre y la sed. La multitud se había dividido: algunos seguían burlándose, otros lloraban en silencio. Yo, atrapado entre el miedo y la admiración, no podía apartar los ojos de la escena.
María, su madre, estaba de pie junto a Juan, su discípulo amado. Sus ojos reflejaban un dolor que ninguna palabra podría describir. Quise acercarme, decirle algo, pero ¿qué podría decir en un momento como ese? Solo una madre puede comprender el sufrimiento de ver a su hijo morir de una manera tan cruel. Juan la sostuvo con delicadeza, tratando de darle fuerzas mientras las lágrimas corrían por su rostro.
Jesús levantó la cabeza con dificultad y miró a Juan. Con voz entrecortada, dijo: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Luego, dirigiéndose a Juan: “Ahí tienes a tu madre”. No solo estaba encomendando el cuidado de su madre a su discípulo, sino que estaba mostrando una vez más el amor y la compasión que lo definían. Me estremecí al ver la ternura en sus ojos, incluso en sus últimos momentos.
Las horas avanzaban lentamente, y el sufrimiento de Jesús se volvía insoportable de presenciar. Su respiración era pesada, cada suspiro un esfuerzo titánico. De repente, exclamó con voz fuerte: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Mi corazón se detuvo. ¿Acaso estaba perdiendo la fe? No podía ser. Tal vez, en ese instante, estaba sintiendo el peso del pecado del mundo entero sobre sus hombros. Su misión estaba llegando a su fin.
Uno de los soldados empapó una esponja en vinagre y la acercó a sus labios. Jesús probó el líquido amargo y susurró: “Tengo sed”. Sabía que estaba presenciando los últimos momentos de su vida. Miré a mi alrededor y vi que algunos romanos comenzaban a dudar, otros solo esperaban el desenlace. Un escalofrío recorrió mi espalda cuando la oscuridad del cielo se hizo aún más densa, como si algo terrible estuviera a punto de ocurrir.
Jesús alzó la cabeza una vez más. Con la poca fuerza que le quedaba, pronunció las palabras que marcarían la historia para siempre: “Consumado es”. En ese momento, un trueno estremeció la tierra. El suelo tembló bajo mis pies, y un estruendo se escuchó a lo lejos. Alguien gritó que el velo del templo se había rasgado en dos, desde
arriba hasta abajo. La gente comenzó a gritar, algunos huyeron aterrorizados. Otros cayeron de rodillas, comprendiendo que algo divino acababa de suceder.
Los soldados romanos, que hasta ese momento habían sido indiferentes, se miraron entre sí con temor. Uno de ellos, el centurión a cargo, observó el rostro de Jesús y dijo con voz temblorosa: “Verdaderamente, este hombre era el Hijo de Dios”. Su confesión hizo eco en mi mente. Me di cuenta de que estaba presenciando la redención del mundo en un solo instante. Todo lo que había leído en el futuro, todo lo que había aprendido, estaba ocurriendo frente a mis ojos.
La multitud comenzó a dispersarse. Algunos seguían llorando, otros simplemente se marchaban en silencio, como si la carga del evento fuera demasiado para soportarla. Me quedé allí, paralizado. Sabía que mi viaje aún no había terminado. Había algo más que debía presenciar, algo más que debía entender. Pero por ahora, solo podía mirar el cuerpo sin vida de Jesús y sentir cómo una parte de mi alma cambiaba para siempre.
La noche cayó sobre Jerusalén. La brisa era fría, y el silencio se apoderó del Gólgota. José de Arimatea, un hombre noble y seguidor secreto de Jesús, pidió permiso a Pilato para bajar su cuerpo y darle sepultura. Pilato, aún confundido por los eventos del día, concedió su petición. Vi cómo cuidadosamente descolgaban a Jesús y lo envolvían en una sábana. La escena me rompió el corazón. ¿Cómo era posible que la humanidad hubiera sido capaz de algo tan cruel?
Seguí a José y a algunos otros hasta la tumba. Un sepulcro excavado en la roca, donde colocaron el cuerpo con delicadeza. Luego, rodaron una gran piedra para sellar la entrada. El mundo se había oscurecido con su muerte, pero algo en mi interior me decía que esto no era el final. Algo estaba a punto de suceder. Y yo debía estar allí para verlo.
(Continuará…)
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Editado: 05.04.2025