Soy del año 2050 y viajé a ver a Cristo

Capítulo 9: La profecía cumplida

La noche cubría Jerusalén con un velo de incertidumbre. El aire era denso, cargado de preguntas sin respuesta. Yo, escondido entre las sombras, observaba el sepulcro sellado. La piedra que cubría la entrada parecía impenetrable, pero algo en mi interior me decía que esa tumba no podría retener a Cristo por mucho tiempo. Me quedé en vela, aguardando lo imposible, esperando que la historia que conocía cobrara vida ante mis ojos.

Los soldados romanos montaban guardia con semblantes fríos, aunque en su mirada se notaba el nerviosismo. Algunos murmuraban entre ellos, otros simplemente permanecían en silencio, atentos a cualquier movimiento. La orden de proteger la tumba venía de lo más alto, pues los fariseos temían que sus seguidores intentaran robar el cuerpo y declarar que había resucitado. Pero lo que estaba por suceder escapaba de toda lógica humana.

El primer rayo de luz del tercer día iluminó el horizonte. El amanecer traía consigo una sensación extraña, como si la misma naturaleza estuviera conteniendo la respiración. De repente, un estruendo sacudió la tierra. Los soldados cayeron al suelo, incapaces de sostenerse en pie. Una luz cegadora emergió del sepulcro y una figura resplandeciente apareció en la entrada. Mis ojos no podían dar crédito a lo que veían. El ángel, con su túnica blanca como la nieve, removió la piedra como si fuera una hoja Al viento.

El terror se apoderó de los romanos. Algunos huyeron despavoridos, otros quedaron paralizados por el miedo. Yo, sin embargo, sentí una paz indescriptible. Sabía que estaba presenciando el acontecimiento más importante en la historia de la humanidad. La tumba estaba vacía. Jesús ya no estaba allí. Mi corazón latía con fuerza, mi mente se llenaba de pensamientos. Todo lo que había aprendido sobre la resurrección ahora era una realidad ante mis ojos.

Las mujeres que habían llegado al amanecer vieron la tumba abierta y cayeron de rodillas. María Magdalena, con el rostro bañado en lágrimas, miró dentro del sepulcro. Sus sollozos cesaron cuando escuchó una voz a sus espaldas. “Mujer, ¿por qué lloras?”. Se volvió lentamente y sus ojos se abrieron con asombro. Era Él. Jesús estaba allí, vivo, radiante. María cayó a sus pies, sin poder contener el llanto. “Maestro…”, susurró entre lágrimas.

Él la miró con ternura y le pidió que fuera a contar a sus discípulos lo que había visto. Yo temblaba de emoción, sintiéndome parte de una historia que trascendería generaciones. Pero algo me inquietaba. Mi misión aún no había terminado. Quería hablar con Él, hacerle preguntas, entender el propósito de mi viaje en el tiempo. No podía permitir que se marchara sin antes haber encontrado las respuestas que necesitaba.

Las horas transcurrieron rápidamente. Los discípulos, al recibir la noticia, corrieron al sepulcro y vieron con sus propios ojos lo que las mujeres habían contado. Pedro y Juan entraron y contemplaron los lienzos que habían envuelto el cuerpo de Jesús, ahora doblados cuidadosamente. Nadie podía negar lo evidente: la muerte había sido vencida. Pero aún quedaba un misterio por resolver. ¿Qué significaba todo esto para mí, un viajero del tiempo atrapado en un evento que cambiaría el curso de la historia?

Decidí seguir a los discípulos, esperando una oportunidad para ver a Jesús con mis propios ojos. La noche llegó, y con ella, el momento que tanto anhelaba. Mientras los discípulos estaban reunidos a puerta cerrada por miedo a los judíos, una presencia se hizo sentir en la habitación. De la nada, Jesús apareció en medio de ellos. “Paz a vosotros”, dijo con una voz serena pero firme. Todos quedaron atónitos, algunos retrocedieron con temor, otros cayeron de rodillas.

Tomás, uno de los discípulos, se negó a creer lo que veía. “Si no veo la marca de los clavos en sus manos y no meto mi dedo en su costado, no creeré”, dijo desafiante. Jesús se acercó a él, mostrando sus heridas. “Toma, toca mis manos, pon tu mano en mi costado. No seas incrédulo, sino creyente”. Tomás, temblando, cayó de rodillas y exclamó: “¡Señor mío y Dios mío!”. La fe llenó el ambiente como un fuego ardiente. Y yo, en un rincón, comprendí que mi viaje tenía un propósito mayor del que jamás imaginé.

Jesús fijó su mirada en mí. Mi cuerpo se estremeció. ¿Podía verme? ¿Sabía quién era yo? Con un leve gesto, me invitó a acercarme. Mi corazón latía desbocado. Caminé lentamente hacia Él, sin saber qué decir. Cuando estuve frente a Él, sonrió y dijo: “Tú no eres de este tiempo, pero has sido testigo de la verdad”. Sus palabras me dejaron sin aliento. No solo sabía quién era yo, sino que entendía mi misión mejor que yo mismo. “Lo que has visto, cuéntalo. No temas. La verdad siempre encuentra su camino”.

En ese instante, supe que debía regresar. Mi viaje había concluido. La historia debía ser contada, no solo en mi tiempo, sino en todos los tiempos. Cerré los ojos, y cuando los abrí, la luz me envolvió nuevamente. La sensación de ser transportado me invadió. Todo se desvaneció en un resplandor cegador. Y entonces, desperté… pero ya no estaba en Jerusalén.

(Continuará…)




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