Desperté con un dolor de cabeza insoportable. Sentía el cuerpo pesado, como si hubiera corrido una maratón. Lo primero que hice fue revisar mis manos. No había heridas, ni moretones, ni señales de la pelea de ayer. Todo parecía normal, pero yo sabía que no lo era.
Me levanté y caminé hasta el espejo de mi habitación. Me observé detenidamente. Nada parecía diferente, pero algo dentro de mí se sentía cambiado. Recordé la escena del callejón, el momento en que todo se ralentizó, la forma en que había golpeado a aquel hombre sin esfuerzo. No tenía sentido.
El sonido de la puerta abriéndose me sacó de mis pensamientos. Era mi madre.
—Nico, ¿estás bien? Te ves pálido —dijo preocupada.
—Sí, mamá, solo estoy cansado —mentí.
No podía contarle lo que había pasado. Ni siquiera yo lo entendía.
El día transcurrió como cualquier otro, pero mi mente no dejaba de darle vueltas a lo ocurrido. Durante la clase de educación física, intenté hacer pruebas discretas. Me lancé a correr y, para mi sorpresa, llegué a la meta mucho más rápido de lo habitual. Cuando intenté lanzar un balón, lo hice con tanta fuerza que terminó golpeando la pared con un sonido seco, dejando a todos sorprendidos.
Algo definitivamente había cambiado en mí. Algo que no entendía, pero que debía averiguar cuanto antes.