Nueve segundos. Ese fue el espacio de tiempo que Ana se distrajo buscando en su bolso y perdió de vista a Carlos, su hijo de cuatro años. Nueve segundos que cambiaron su vida, y posibilitaron mi propia existencia. Cinco latidos del corazón de Carlos que, más tarde, sería también el mío.
Eran los últimos días del verano, y Ana descansaba a pocos metros de la piscina mientras Carlos correteaba alegremente alrededor. El sol se encontraba justo encima de sus cabezas. Mientras Ana escarbaba en su bolso buscando el bloqueador solar, Carlos, por algún motivo, aprovechó el descuido de su madre para correr directamente hacia a la piscina, tropezando junto a la orilla y cayendo al agua en un sonoro chapuzón. Ana volteó y corrió en el acto, llegando casi de inmediato hasta donde estaba su hijo, que agitaba frenéticamente los brazos intentando salir a flote. Se agachó y lo tomó de un brazo, dispuesta a ponerlo nuevamente en tierra firme y darle una severa reprimenda, pero algo pasaba. Aunque tironeaba con todas sus fuerzas, no lograba que la cabeza de Carlos se asomara por encima del nivel del agua.
Llegaron los salvavidas, los familiares y las multitudes. Tras desesperados segundos, descubrieron que la pierna derecha de Carlos se encontraba atrapada en un orificio lateral que contenía los filtros de la piscina, impidiéndole salir a flote. Cuando al fin lograron apartarlo de aquella trampa, su cuerpo se encontraba ya azul e inerte.
Estuvo dos semanas en coma.
Cuando despertó fue casi como si nunca lo hubiera hecho; ni su madre ni los doctores consiguieron que respondiera a algún estímulo, ni había forma de determinar si percibía algo de lo que ocurría a su alrededor. Sólo un débil destello en sus ojos revelaba que aún había algo de vida dentro de aquel cuerpo inmóvil, que algún día había albergado la mente inquieta y rebosante de un niño en edad preescolar. Le explicaron a Ana que era imposible determinar la forma en que evolucionaría el estado de Carlos. Bien podría comenzar a mostrar a mostrar poco a poco signos de recuperación, como podría quedar en ese estado para siempre. Solo una cosa era segura: De recuperarse, el proceso tardaría años, y era poco probable que algún día volviera a ser el mismo.
A pesar de todo, aún había una alternativa. Un tratamiento realizado con éxito a algunos pacientes con alzheimer había tenido resultados alentadores también en niños con características similares a Carlos, aunque aún no era considerado un procedimiento seguro; Reconstrucción Neuronal. Esta revolucionaria técnica aprovechaba los últimos logros alcanzados por la nanotecnología para crear las llamadas Neuronas Artificiales: Millones de dispositivos construidos a escala nanométrica que ingresarían al torrente sanguíneo de Carlos con la misión de viajar hasta su cerebro y reconstruir su antigua configuración neuronal. Cada uno de estos sencillos mecanismos tendría la única función de transmitir, bajo un determinado estímulo, un pequeño pulso eléctrico a alguno de sus vecinos. Su algoritmo permitiría que, a pesar de la simplicidad de las partes, el conjunto se ordenara de tal forma que permitiría a Carlos volver a hablar, razonar y mover sus extremidades. En resumen, que Carlos volviera a ser Carlos. A Ana solo le interesaba tener a su hijo de vuelta. Accedió a realizar el tratamiento, firmando casi sin mirar las decenas de documentos en donde declaraba que conocía y asumía todos los riesgos del procedimiento.
Veinticuatro horas después de iniciado el tratamiento, Carlos ya mostraba signos de mejoría. Primero comenzó a balbucear, y a la semana ya podía entablar conversaciones cortas. Al mes ya podía sostener objetos con la mano y dar pequeños paseos en su habitación con algún apoyo. Tres meses después los médicos le permitieron volver a la escuela, y cuando llegó la primavera era como si el accidente nunca hubiera ocurrido.
Pero algo salió mal. Una parte de las neuronas comenzaron a comunicarse de forma inesperada: Memorizaban, razonaban y aprendían de manera independiente a la mente de Carlos. Nací yo.
No recuerdo exactamente el momento en que despertó mi conciencia, sólo tengo algunos retazos aislados aquella época, tal como algunos niños conservan en algún rincón de su memoria ciertos pasajes de cuando apenas sabían caminar. Pero desde que Carlos tiene uso de razón, he existido yo también. Lo vi crecer. Sin que él lo imaginara siquiera, estuve junto a él en su primer día de escuela, me emocioné con su primer beso, y me desesperé cuando al fin superó su fobia al agua y aprendió a nadar siendo casi un adolescente. Aunque no sabía de mi existencia, yo lo conocía mejor que nadie.
Como en una serie televisiva, ví pasar la vida de Carlos como el más fiel de los espectadores. Reí con sus ocurrencias, me enfurecí cuando era víctima de alguna injusticia, y fui testigo de sus equivocaciones. Cuando Ana falleció a causa de un cáncer fulminante, sufrí como si hubiera sido mi propia madre la que hubiera partido. Pero el tiempo nos fue cambiando a ambos. A pesar del inmenso afecto que sentía por Carlos, cada vez resentía más el hecho de ser el simple espectador de una vida que, después de todo, era también la mía.
Cuando cursaba su segundo año de universidad, nuestra vida se convirtió en un infierno. Carlos ya había tenido algunas experiencias con drogas anteriormente, pero poco a poco fue consumiéndolas con mayor frecuencia hasta que llegó un punto en que era raro el día en que no estuviera bajo el efecto de algún narcótico. Pasaba tardes completas bajo el efecto de las drogas, recostado boca arriba en su cama con los ojos cerrados. Yo estaba desesperado, podían pasar días en los que solo veía algo de luz cuando Carlos iba al baño o devoraba algo de comida chatarra en su habitación. Necesitaba salir, ver algo más que aquellas cuatro paredes. Extrañamente, los estupefacientes no me hacían efecto.
La situación era insostenible, no soportaba aquella oscuridad absoluta ni un minuto más. Deseé con todas mis fuerzas que sus ojos, por una vez, me obedecieran a mi en lugar de Carlos. Les ordené, les imploré, que se abrieran.