Soy Un Robot

Capitulo 2- La llegada

Eran las 7:30 p. m. cuando un camión transportista se detuvo en la avenida Ealton, justo en el límite entre el barrio Atlas y Las Metaleras, en el sector sur de la ciudad.
La lluvia caía a cántaros, golpeando el asfalto con un sonido metálico, como si el cielo mismo escupiera óxido. En ese distrito, la lluvia no era una excepción: era parte del paisaje, una rutina gris que teñía los días de melancolía.

El vecindario parecía dormido, envuelto en una calma húmeda. Las casas pequeñas, cada una con su jardín delantero descuidado, se alzaban bajo la luz amarillenta de los faroles de vapor, cuyas calderas exhalaban un aliento blanco y espeso.
El cielo, cargado de nubes sucias y eléctricas, se reflejaba en los charcos como una masa viva. En las aceras, robots de segunda generación caminaban junto a sus dueños, silenciosos y obedientes. No eran de los modelos nuevos -esos que imitaban piel humana con una perfección inquietante-, sino versiones económicas: cuerpos de acero desnudo, rostros sin expresión y ojos que apenas brillaban. Eran máquinas, no compañeros.

Uno de esos robots se detuvo cuando el camión de CyberFactory aparcó frente a él. Sus sensores se iluminaron un instante, observando el vehículo como si algo en su programación intentara reconocerlo. Luego, siguió caminando al lado de su dueña, una mujer que avanzaba bajo la lluvia leyendo un periódico digital proyectado sobre su palma. El robot sostenía un paraguas cromado sobre ella, pero no sobre sí mismo. El agua resbalaba por su cuerpo metálico como lágrimas que nadie derramaría por él.

Dos hombres descendieron del camión.
Vestían uniformes oscuros, empapados por la lluvia. Uno abrió la compuerta trasera, y entre el vapor emergente se asomó una caja metálica del tamaño de un adulto, sellada y pesada. Con esfuerzo, la colocaron sobre un carrito de carga y la empujaron por el estrecho sendero que conducía a una casa blanca, la última de la fila. Era su destino.

Golpearon la puerta.
Una mujer de unos cuarenta y cinco años apareció tras ella. Tenía el cabello oscuro y lacio, el rostro duro, tallado por años de desconfianza y humo de fábrica.

-¿Puedo ayudarlos en algo, caballeros? -preguntó con voz seca.

El más amable de los dos hombres se adelantó y dijo:
-Tenemos este paquete para usted. Viene de parte de su hermano.

La mujer no mostró sorpresa.
Solo asintió, tomó el lector digital, firmó sin decir palabra y les indicó con un gesto que pasaran la caja al interior. Los transportistas obedecieron en silencio, dejando la carga sobre el suelo de baldosas.
Luego se marcharon, subieron al camión y desaparecieron por la avenida, envueltos en la neblina luminosa de la ciudad. El motor rugió, y el logotipo de CyberFactory se desvaneció entre el tráfico nocturno.

Dentro de la casa, la mujer observó la caja.
De su superficie metálica se reflejaba la luz azulada de los paneles del techo.
Sabía lo que había dentro. No era un humano.

Allí, en el interior de aquel contenedor de acero, yacía Martín: un androide de piel metálica y rostro joven, inmóvil, aún sin despertar.
La caja no era una tumba ni un ataúd... pero tampoco un regalo. Era solo otro envase diseñado para transportar cosas.
Cosas como él.

La mujer pulsó un pequeño botón incrustado en la puerta de la caja metálica.
El sonido fue seco, eléctrico, y de inmediato la compuerta se abrió con un siseo hidráulico, dejando al descubierto el cuerpo inerte del androide.

—Droide número 4500… despierta —ordenó con voz fría, casi sin emoción.

Los ojos del robot se iluminaron de un azul profundo, tan intenso como el neón de las calles que titilaban tras la ventana. Parpadeó, desorientado, moviendo apenas el cuello mientras su mirada exploraba el entorno con confusión. Su cuerpo permanecía rígido, atrapado entre órdenes aún no liberadas.

—¿Eres un buen chico? —preguntó la mujer, observándolo con una mezcla de recelo y curiosidad. Se ajustó la bata blanca que le cubría de pies a cabeza, intentando resguardarse del frío que filtraba la humedad en el aire. Un cigarrillo encendido pendía entre sus dedos. Lo llevó a los labios y exhaló una espesa nube gris que se disolvió lentamente bajo la luz pálida del techo.

—No… no puedo moverme… ¿Quién es usted? ¿Dónde estoy? —preguntó el androide con una voz metálica cargada de una extraña angustia. En su rostro de aleación plateada se dibujó algo parecido a una mueca humana.

La mujer se inclinó hacia él, acercando su rostro hasta casi rozarlo. Su mirada era dura, pero en el fondo había una chispa de fascinación.

—Puedes simular emociones… —susurró con tono grave, y tras una pausa, dio otra calada al cigarrillo antes de continuar—. Soy Victoria Williamston, hermana del difunto magnate Jeff Williamston… y del idiota de Earl Williamston. Tú debes de ser el androide que ese imbécil me vendió.

El silencio cayó sobre la sala, pesado, acompañado solo por el zumbido distante de la lluvia golpeando los ventanales y el murmullo de un dron patrullero que sobrevolaba la zona. Luces rojas se filtraron por las persianas, tiñendo la habitación con destellos intermitentes mientras la mujer hablaba de nuevo.

—Dime… ¿me matarás si te libero?

Martín la miró, incrédulo.
—Soy un modelo de compañía y servicio. No podría hacerle daño, señora.

Victoria lo observó de pies a cabeza, dejando que la ceniza del cigarro cayera lentamente al suelo. Afuera, la lluvia se intensificó, martillando el techo con un ritmo monótono.

—Muy bien, robot. Te dejaré mover —dijo finalmente—. Activar lectura de movimiento, androide 4500.

El cuerpo de Martín se estremeció. Los servomotores cobraron vida con un leve zumbido, y sus extremidades comenzaron a responderle. Dio un paso fuera de la caja, lentamente, mientras sus ojos analizaban cada rincón de la habitación.

El interior estaba iluminado por luces LED que cambiaban de azul a verde con un parpadeo irregular. En las paredes, cuadros digitales proyectaban imágenes que se deformaban en bucles infinitos. En el centro, un sillón negro rodeaba una mesa de cristal con un cenicero repleto y botellas vacías. Frente a él, una gran pantalla holográfica repetía en silencio una noticia: la imagen de una pareja joven entre columnas de humo y ruinas urbanas. Al pie de la proyección se leía:




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