Soy Un Robot

Capitulo 3- El hoyo.

La primera palabra que escapó de sus labios fue un susurro:
—¿Dónde estoy...?
El eco de su voz se perdió entre el zumbido de los tubos de neón y el ruido distante de una lluvia interminable golpeando contra el metal. Artemisa abrió los ojos. La última imagen que recordaba era un destello blanco y el golpe seco en la nuca antes de que la oscuridad la tragara.
El aire olía a ozono, a aceite quemado y desinfectante. Estaba en una habitación blanca, demasiado blanca, iluminada por luces que vibraban como si estuvieran a punto de estallar. Las paredes eran lisas y frías; el suelo, una plancha metálica que devolvía cada sonido con un eco vacío. Frente a ella, las rejas de una celda reforzada proyectaban sombras largas y azuladas. Ni con toda su fuerza mecánica podría abrirlas.
Sus ojos —uno dorado, el otro gris azulado— escanearon el entorno. La mitad humana de su rostro mostraba enojo y confusión; la mitad metálica, sin embargo, reflejaba un brillo analítico, como si estuviera registrando cada movimiento, cada rostro, cada detalle.
Del otro lado de las rejas se extendía un pequeño centro de mando improvisado: pantallas holográficas suspendidas en el aire, cables que reptaban por el suelo como raíces negras, y una computadora central que parpadeaba con datos en una lengua de código binario.
Cuatro figuras la observaban. Dos de carne y hueso, dos de acero y circuito.
El primero, un androide de rostro juvenil, casi humano, tenía los ojos de un azul artificial que brillaban con una calma inquietante. Vestía una camiseta blanca y unos vaqueros gastados, un modelo de servicio antiguo, de los que se usaban en los distritos bajos. El otro era todo lo contrario: un coloso de más de dos metros, recubierto de una piel sintética que imitaba el cuero curtido. Llevaba un abrigo largo y pesado, con una capucha caída y un sombrero de ala ancha que ocultaba parcialmente sus ojos rojos. Su voz metálica resonó como un trueno apagado:
—Hola. Ya despertaste.
Entre ellos, una mujer con una prótesis cromada en el brazo derecho la observaba con una mezcla de autoridad y sospecha. Su cabello corto, ennegrecido por el humo del cigarrillo electrónico que sostenía, reflejaba la luz azul del cuarto. Su tono fue seco, sin emoción:
—¿Quién eres? ¿Quién te ha enviado?
Antes de que Artemisa respondiera, la puerta automática siseó y un joven rubio entró en la habitación. Vestía una chaqueta impermeable manchada por la lluvia ácida de la ciudad. Al verla, frunció el ceño.
—Yo te he visto antes... —dijo—. Sí, en mi tienda, hace unos días. Estabas comprando un piano, ¿no?
Artemisa no respondió. Su mirada seguía fija, contenida, como la de un animal acorralado que mide la distancia hasta las rejas.
—Lo recuerdo —insistió el joven—. Tú estabas con aquel magnate... el que sale en los anuncios de crédito. Shaun... ¿ese era su nombre?
Artemisa asintió lentamente. El silencio que siguió fue denso.
El hombrecillo regordete que estaba junto al rubio se adelantó, su rostro sudoroso temblando bajo la luz neón.
—¡Lo sabía! —gritó—. ¡Eres una ladrona! ¡Trabajas para los Calaveras! ¡Querías robarme algo, maldita chatarra!
El androide del sombrero intervino con calma:
—Está diciendo la verdad, Danny. No es una ladrona. Es una esclava fugitiva.
La mujer de la prótesis metálica dio un paso al frente. Su voz se volvió aún más fría:
—¿Una esclava? ¿De Shaun? —su mirada se endureció—. Ese bastardo siempre guarda algo entre sus juguetes.
El silencio volvió. El zumbido eléctrico llenó el aire. Artemisa finalmente habló, su voz baja, quebrada, pero firme:
—No soy una amenaza. Los vi entrar... y los seguí hasta aquí. Solo quería entender por qué estaban allí.
El rubio la observó con una mezcla de curiosidad y lástima. El neón reflejaba destellos azulados sobre el lado metálico de su rostro.
La mujer se giró hacia el androide de sombrero y ordenó con tono imperativo:
—Yo me encargaré de ella. Si es propiedad de Shaun, debemos vigilar esa mansión. Ve y habla con los demás; avísales que iremos, y que tenemos una visita inesperada. Llévate a Martín y preséntalo ante el consejo. Rápido.
El coloso asintió y se marchó con pasos pesados, haciendo vibrar el suelo. Danny, el hombrecillo, intercambió una mirada nerviosa con el androide de camiseta blanca y ambos salieron también.
La puerta se cerró con un chasquido. Solo quedaron la mujer y el rubio, el murmullo de la lluvia detrás de las paredes y el pulso mecánico del generador.
Ambos tomaron asiento frente a la celda. Las luces parpadearon, bañando el rostro de Artemisa en destellos blancos y sombras.
La mujer encendió otro cigarro electrónico, soltó el humo con lentitud y dijo:
—Dependerá de ti, Artemisa. Si te metemos en la máquina… o si hablas.
El silencio que siguió fue casi humano.




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