Danny llevó a Martín por los túneles llenos de mercaderes que vendían baratijas, vagones donde vivían familias y zonas improvisadas que también se usaban como escuelas.
Por todos lados brillaban luces de neón que parpadeaban sobre los muros oxidados de la ciudad subterránea.
Algunos miraban a Martín como si fuera una rareza mecánica, un bicho extraño que no pertenecía allí. Él no entendía por qué lo observaban de ese modo, hasta que Danny le dijo:
—No te preocupes por ellos —murmuró, caminando sin detenerse—. Te miran porque eres un modelo más avanzado… y, además, porque no tienes piel como los demás androides.
Doblaron una esquina. Allí, los túneles eran menos transitados, pero el aire se volvía sofocante, cargado de humo y humedad.
—¿Soy un androide… por qué tendría que tener piel? —preguntó Martín, con una chispa de inocencia y una sinceridad casi infantil.
Danny, que era un enano comparado con él, se detuvo, se rascó la cabeza y respondió con una sonrisa cansada:
—Veo que Victoria no te ha quitado el sentido de honestidad. Me pregunto si habrá esperado a que te durmieras para quitarte el chip de rastreo.
Martín no había pensado en eso. Durante su estancia en casa de Victoria había recargado su energía vital, un proceso necesario para todos los androides, como el sueño lo es para los humanos.
En ese estado, su cuerpo metálico se apagaba por completo y dejaba que el sistema se regenerara.
Recordó haber dormido profundamente aquella noche, y comprendió que Victoria, tan precavida como era, pudo haber aprovechado ese momento para retirar el chip… o hacer que alguien más lo hiciera, sin que él lo notara.
Danny, notando su expresión, soltó una risa burlona:
—No pongas esa cara. Victoria puede ser dura, sí, pero no te haría daño. Quizá solo reemplazó tu chip por otro… para monitorear tus movimientos.
Martín lo miró con cierta molestia.
—No aguantas una broma —murmuró Danny, encogiéndose de hombros.
Caminaron hasta un gran claro circular donde convergían todos los túneles. En el centro se alzaba un edificio de más de cinco pisos, rodeado por una pequeña plaza improvisada. Las ventanas de cristal del edificio estaban oscuras, excepto las del último piso, que resplandecían con una luz blanca y constante.
Avanzaron hasta la entrada, donde varios androides armados los detuvieron brevemente antes de dejarles pasar. Tomaron el elevador hasta el último piso.
Al salir, recorrieron pasillos atestados de androides de diferentes modelos que iban y venían, hasta llegar a una gran sala con filas de asientos, similar a un teatro.
Frente a ellos, un tribunal elevado dominaba el lugar, iluminado por luces frías.
En el tribunal había siete ancianos: tres mujeres, tres hombres y un androide de primera generación, oxidado y solemne.
Todos los presentes dirigieron su atención a los recién llegados.
Una de las ancianas, de cabello plateado y manos temblorosas, habló con voz firme:
—Bienvenidos. ¿Qué los trae por aquí? ¿Y quién es él? —preguntó, señalando a Martín con un dedo trémulo.
Danny aclaró la garganta antes de hablar:
—Él, mi señora, es Martín. El androide que pertenecía a la familia del hermano de Victoria, Jeff.
La anciana asintió lentamente, sin apartar su mirada de Martín.
—¿Y por qué lo han traído a nuestra ciudad?
Danny comenzó a sudar. Volvió a aclararse la garganta, buscando las palabras adecuadas.
—La jefa Victoria lo trajo. Dijo que su hermano Earl se lo envió. —Tragó saliva y continuó—. Ella debe de estar de camino. Dijo que tenía algo importante que comunicarles. Además… tenemos una prisionera, mi señora.
La anciana frunció el ceño y miró al resto del consejo antes de volver su mirada a Danny.
—¿Desde cuándo traemos prisioneros a nuestro hogar?
Danny se puso rojo, algo que siempre le ocurría cuando estaba bajo presión.
—Nos siguió —explicó con nerviosismo—. No tuvimos más remedio que retenerla en una de las jaulas de control de entrada al Hoyo.
Uno de los ancianos, que hasta entonces había guardado silencio, frunció el ceño con severidad.
—¿Han permitido que una extraña los siguiera? Ahora esa mujer o androide conoce la ubicación de nuestra ciudad.
Danny no supo qué decir. Nunca fue bueno para justificar sus acciones.
Pero, para su suerte, en ese instante la puerta se abrió y Victoria entró en la sala.
—Sus majestades —dijo con firmeza—, el culpable no es él. Soy yo.
Se colocó junto a Martín y Danny. Los ancianos la miraron con desaprobación, pero también con curiosidad.
—Explíquese, Victoria —pidió una de las ancianas—. Durante años, esta ciudad ha sido un refugio secreto para los vulnerables. ¿Por qué ha puesto eso en riesgo?
Victoria respiró hondo, tratando de contener su impaciencia.
—No olviden que yo también formé parte de la rebelión —dijo—. Y que fue mi hermano quien construyó todo esto, quien mantuvo el secreto. Hoy está muerto… asesinado por ser una amenaza para Cyberfactory.
Hizo una pausa para serenarse y continuó:
—La androide que está cautiva no es una amenaza. Es una esclava que escapó del magnate Shaun. Si decidimos ayudarla, podríamos infiltrarnos no solo en Cyberfactory, sino también en la residencia de ese bastardo.
La tensión se podía cortar en el aire.
El androide anciano del consejo habló con voz metálica:
—¿Y con qué ejército pretende lograr eso?
Victoria lo miró con determinación.
—Ya tenemos hombres suficientes. Hemos atacado transportes. Somos más fuertes que nunca. Podemos ganar.
Otra anciana señaló su brazo metálico.
—Recuerde lo que ocurrió cuando perdió ese brazo. También creíamos tener soldados suficientes… y perdimos a muchos aquel día.
Martín y Danny miraron a Victoria. Ella apartó un mechón de su cabello corto con el brazo metálico, mostrando en sus ojos una mezcla de impotencia y decisión.
Editado: 21.12.2025