Spyce era una de las mujeres genéticamente más modificadas de su tiempo, pero aun así conservaba su humanidad. Nacida y criada en el sur, su infancia estuvo marcada por la opresión y el dolor. Su madre, una esclava negra, y su padre, un esclavo blanco del este, contaban historias de una juventud acomodada; según ellos, habían sido de clase media-alta. Sin embargo, el destino no fue generoso. Su padre había llevado toda su vida una vida de apuestas desenfrenadas en casinos, ignorando las advertencias de su madre, quien con cada reproche intentaba contenerlo. Hasta que llegó el día en que perdió todo, incluyendo la casa familiar.
En un acto desesperado, hizo una última apuesta contra Henry Thompson, un millonario poderoso y dueño de una de las compañías de transportistas más influyentes de la región. La apuesta era cruel y despiadada: si perdía, él, su esposa y su hija serían esclavos de por vida. Spyce apenas tenía seis años cuando la ruleta del destino se detuvo en su contra. El padre de Spyce perdió, y con ello selló el destino de toda su familia. Fueron trasladados al oeste, a una mansión lujosa donde la apariencia de libertad era solo eso: apariencia. La esclavitud, como una sombra extendida, había llegado hasta allí.
Su padre fue enviado al norte y jamás volvió. Spyce tampoco quiso saber de él: aquel hombre había destruido su infancia, su familia y su esperanza. La vida continuó para ella, marcada por la humillación y el maltrato constante, hasta que la tragedia la golpeó nuevamente. Cuando tenía trece años, un niño, hijo de Henry Thompson, la acusó de robar doce dólares. En un acto de crueldad despiadada, Henry la mató de un disparo en la cabeza en la misma cocina donde trabajaban como esclavas. La acusación era mentira, una broma cruel que costó la vida a su madre.
Spyce recuerda aquel día con un dolor tan vivo que parecía latir en su pecho: la mirada fija de su madre antes de ser asesinada, el frío acero del cuchillo de la vida cortando su inocencia, el silencio absoluto después del disparo. Los recolectores se llevaron el cuerpo sin funeral, sin oración. No le permitieron llorar; la convirtieron en un pedazo de carne sin historia, sin alma, sin nada.
Cinco años de maltrato continuo pasaron antes de que Spyce tomara una decisión que casi le cuesta la vida: huir. Pero la seguridad de la mansión la atrapó antes de que pudiera alcanzar la libertad. La llevaron ante Henry, quien ordenó matarla sin vacilar. La golpearon sin piedad, una y otra vez, hasta que las paredes se tiñeron de rojo. Cuando creyeron que ya no podía moverse, sacaron sus metralletas y le dispararon. El cuerpo de Spyce quedó destrozado… pero no muerto. Incluso al ser recogida por los recolectores de la morgue, todavía estaba consciente, escuchando cada sonido.
Entonces escuchó una voz familiar, suave pero firme, entre la confusión y el dolor:
—No te duermas, hermosa… te salvaremos. Aguanta, no te duermas.
Era Victoria. Junto a Danny, la rescataron y la llevaron a una clínica clandestina de modificaciones biotecnológicas. Allí, los cirujanos reemplazaron sus brazos rotos por extremidades cibernéticas y restauraron los daños de su cabeza con tecnología sintética. Spyce fue reconstruida, no solo físicamente, sino también en habilidades: aprendió biología robótica, técnicas para desactivar chips de androides renegados y cómo sobrevivir en un mundo despiadado.
Treinta años después, Spyce se encontraba en un cuarto de mando iluminado por luces frías y parpadeantes. Frente a ella, Artemisa estaba tras unas rejas metálicas. Con manos firmes pero cuidadosas, Spyce retiró un diminuto chip del tamaño de un grano de arroz de la cabeza de la androide. Mientras lo hacía, su mente repasaba años de práctica, de errores y perfección. Cada corte, cada ajuste era calculado, una obra de precisión que combinaba su conocimiento humano y cibernético.
Finalmente, logró borrar el lado metálico del rostro de Artemisa. La androide ahora parecía una joven común, salvo por sus ojos multicolor que brillaban con un resplandor extraño en la oscuridad.
—¿Ya terminaste? —preguntó Radem, observando con admiración y un toque de incredulidad.
—Soy la mejor en esto —respondió Spyce, con una risa suave y orgullosa, recogiendo su equipo y acomodando su larga trenza negra que caía sobre su espalda.
En ese instante, Danny, Victoria y Martin entraron al cuarto. Danny quedó impresionado, Victoria no mostró emoción alguna, y Martin, con ojos brillantes de asombro, preguntó:
—¿Tú puedes dar piel a los androides?
Spyce asintió y caminó hacia Victoria, sus tacones resonando sobre el piso metálico y su chaqueta de cuero negro ajustándose con cada paso. Sus ojos marrones transmitían determinación y fuerza:
—Está hecho. No podrán rastrearla, igual que le hice a él.
Martin comprendió entonces lo que Danny le había contado antes sobre la eliminación de chips de rastreo. Spyce hizo una reverencia ligera y salió del cuarto, desapareciendo entre las sombras del pasillo iluminado por luces blancas y frías.
Artemisa abrió los ojos y, por primera vez en años, pudo verse reflejada en un espejo que Victoria le acercó. Sus ojos se llenaron de una emoción que no podía contener, brillando con lágrimas que nunca podrían derramarse. Su rostro estaba completo, intacto, sin cicatrices. La sensación de verse entera, de ser ella misma, la conmovió profundamente.
—Partirán hoy mismo —dijo Victoria, firme y decidida, mirando a Artemisa y luego a Martin—. Prepárense, el momento ha llegado.
El cuarto quedó en silencio. El leve zumbido de los aparatos y el parpadeo de las luces creaban una atmósfera cargada de tensión y expectativa. Afuera, la noche se filtraba a través de las ventanas, tiñendo todo de azul y plateado, preludio de la acción que estaba por desatarse. Spyce, Artemisa, Victoria, Danny y Martin estaban listos para enfrentar el mundo, cada uno con cicatrices visibles e invisibles, cada uno con su historia de dolor, supervivencia y lucha, unidos por un objetivo común que apenas comenzaba.
Editado: 21.12.2025