Al adentrarse en la oscuridad total de aquellos túneles misteriosos y desconocidos, la tenue luz de sus ojos los guiaba a ambos, sirviéndoles de faroles silenciosos que dibujaban el camino frente a ellos. Era una de las ventajas de ser un androide: ver en la negrura más profunda sin necesidad de las odiosas lámparas, esas luces artificiales que los delatarían ante cualquier peligro.
El aire era húmedo y pesado, con un olor metálico antiguo que parecía haberse impregnado en las paredes durante siglos. Cada paso resonaba con un eco apagado.
Mientras caminaban, se toparon con unas vías de tren abandonadas. Sobre ellas reposaban varios vagones oxidados, inmóviles como esqueletos de otro tiempo.
—En esto se transportaban los antiguos humanos —dijo Martín, con una mueca de curiosidad marcada en su rostro metálico.
Artemisa no respondió. Solo lo miró de reojo, como se observa a un niño lo suficientemente molesto como para no merecer respuesta.
Unos pasos más adelante, algo llamó su atención. En uno de los costados de un vagón había un cartel adherido de forma precaria, con una antigua fotografía de un soldado. A pesar del paso de los años, el papel se encontraba casi intacto; sucio, amarillento y cubierto de polvo, pero legible.
La imagen mostraba a un hombre con uniforme militar de hacía más de doscientos años, señalando directamente al observador. El encabezado rezaba:
«Sé como William Storm, el héroe de Light City»
Artemisa se detuvo. El silencio pareció cerrarse a su alrededor. Arrancó el cartel con cuidado y lo sostuvo entre sus manos mientras leía:
"William Storm, héroe de Light City"
Un soldado llamado William Storm fue condecorado con honores el día de hoy tras la finalización de la Guerra del Metal en Light City. Su valerosa hazaña en combate ayudó a salvar la vida de más de setenta y cinco hombres y mujeres combatientes.
Cuando se dispuso a rescatar, uno por uno, a sus compañeros de las garras de la muerte, lo hizo sin portar ningún arma. Arrastró a más de setenta y cinco combatientes atrapados en las trincheras enemigas y heridos de muerte.
Según su propio testimonio y el de aquellos a quienes salvó, William pasó horas arrastrándose por el fango, escondiéndose, avanzando en silencio, sin ser detectado por el enemigo. No disparó ni una sola bala durante toda la batalla.
Por ello, hoy se le concede la medalla de honor del más alto rango militar. Una historia real que pocas veces se ve en Light City. Esto nos da esperanza en medio de este gran desastre.
Seamos como William Storm.
Algo de aquella historia tocó una fibra profunda en Artemisa. Sin decir palabra, dobló el cartel con cuidado y lo guardó en la mochila que llevaba a la espalda.
Esa mochila, Spyce se la había preparado con armas, granadas, pistolas y baterías de energía que —según élla— servirían para recargarlos si alguno resultaba herido. Martín llevaba otra similar.
Continuaron caminando, adentrándose cada vez más en las profundidades de los túneles. No había sonido alguno, salvo alguna gotera que caía desde el techo de vez en cuando o el correr apresurado de una rata, que huía al detectarlos, alertando de la invasión a su hábitat.
—¿Por qué aceptaste ayudar? —rompió Martín el silencio.
Su voz retumbó como un eco largo y hueco contra las paredes del túnel.
Artemisa suspiró, con un cansancio que no era físico, sino algo más profundo.
—No tenía muchas opciones, ¿o sí? —respondió con ironía.
Mientras avanzaba, pisó un pequeño charco de agua. El salpicar la hizo levantar el pie derecho de inmediato y mirar hacia abajo para no volver a pisarlo.
—Si no ayudaba, me habrían matado… o, peor aún, me habrían enviado de vuelta con la familia de esclavistas con la que estaba. Y ellos me habrían hecho algo mucho peor que acabar con mi existencia.
Se detuvo de repente. Frente a ellos, las vías se dividían en dos direcciones distintas. Permaneció pensativa unos segundos y luego señaló la izquierda.
—¿Y tú? —añadió mientras retomaba la marcha—. ¿Por qué decidiste decir que sí a esta fenomenal aventura?
El sarcasmo en su voz pasó completamente desapercibido para Martín.
—La realidad es que Victoria es mi nueva dueña —respondió él, sin prestar demasiada atención, mientras esquivaba otro charco.
Artemisa lo observó de pies a cabeza, evaluándolo con detenimiento.
—No te ves como un androide esclavo.
—No lo soy. De hecho, soy un organismo libre… aunque he prestado mis servicios a la familia Williamston desde que tengo memoria, por así decirlo.
Artemisa se detuvo al escuchar el apellido.
—¿Williamston…? —murmuró para sí—. Como la historia del papel que encontré hace un rato…
—¿Qué dices? —preguntó Martín, al no haberla oído bien.
Ella se aclaró la garganta, un gesto aprendido de los humanos esclavos de la mansión. Lo hacía siempre que se sentía incómoda o no quería hablar más de la cuenta.
—Dicen que mi dueño, el señor Jeff Williamston, era uno de los accionistas mayoritarios de CyberFactory —explicó Martín—. Murió hace poco en un accidente de avión.
Había tristeza en su voz metálica.
Artemisa se detuvo en seco. Se giró y lo encaró con una mirada dura.
—Entonces tu dueño fue culpable de que yo y muchos otros fuéramos creados solo para ser esclavos.
Su voz tembló apenas.
Martín dudó.
—No. El señor Jeff no era esa clase de humano. Quería liberar a todos aquí, en el sur. Una vez lo escuché decir que presentaría una ley para ello. Pero antes de hacerlo se iría de vacaciones… y, al volver, haría lo necesario para que el gobierno central la aprobara.
Nunca ocurrió. Jamás llegó a su destino. Ni él ni su familia.
Artemisa se apoyó contra la pared del túnel, fría y húmeda. Su mirada se perdió, como si un recuerdo olvidado intentara abrirse paso.
—Si lo que dices es verdad… eso explicaría muchas cosas —susurró.
Editado: 21.12.2025