El monarca no vaciló ni por un instante antes de decretar la suerte de la bruja, sentenciándola a sufrir la severidad de la justicia por su felonía. Paralelamente, el príncipe permanecía encerrado en la fortaleza, recibiendo un trato injusto, similar al de un vulgar ratero.
—Alteza, la muchacha encadenada a la estaca es inocente de causar mal alguno —se aventuró a decir un criado de la corte, cuya voz temblaba en un murmullo arriesgado.
—¡Es una bruja!. —Bramó el consejero del reino, inflando su pecho— Ha hecho uso de artes oscuras en su vil intento de usurpar la corona, ultrajando nuestros sacrosantos estatutos y el honor de Spine.
—Sus descendientes sufrirán la maldición, se desplomarán bajo la miseria. Este reino no les pertenece —Articuló la bruja en un susurro amenazante que se sembraba en lo profundo de su pecho, como semilla de mandrágora—. El porvenir les reserva muerte, sufrimiento y un duelo perpetuo. Todo lo que atesoran hoy, lo perderán mañana mientras un cárdeno capullo se abra... —¡Vuestra propia sangre! —la amenaza que brotaba con una sonrisa macabra en sus labios.
—¡Encended la pira! —exclamó el rey, tan fuerte que las venas de su cuello parecían a punto de estallar.
Las llamas se alzaron, saetando la mortaja de la acusada, aun cuando las brasas se avivaban, la mirada de la bruja destilaba firmeza y serenidad, fija en la inmensidad del más allá. Los aldeanos presenciaban mudos el instante en que la mujer era injustamente sentenciada.
El maleficio se extendió como una sombra oscura, infectando a los reyes y sus descendientes con miedo y sembrando un vendaval de caos en sus almas, entonces surcaba la pregunta: ¿Serán acaso verídicas sus palabras? ¿Existía un amor tan poderoso como para condenar a tantos?.
Murmuran las crónicas de los aldeanos, que de la tierra árida, en aquel exacto lugar de ignominia, brotó una rosa de tono carmesí, efusión de la vida misma. Se cuenta que fue el amado quien la desgajó del suelo y la resguardó cual reliquia del amor inmarcesible.
Editado: 17.07.2024