Caricias de vela
Los recientes días han representado un reto emocional para Asia, a pesar de los encuentros repetidos con Gisel en la estancia destinada para los huéspedes, ha mantenido una fachada de desconocimiento, comportándose como si nunca hubiera cruzado palabras con ella, esperando que su amiga estuviese preparada para verla a la cara sin sentir tanta vergüenza.
—Asia, ¿has visto a Gisel? —preguntó Hernán con urgencia.
—No, hace tiempo que no me la cruzo. ¿Ocurre algo?
—Su padre ha preguntado por ella. Está demasiado preocupado y angustiado, parece que necesita verla. Llevo un año protegiéndola de ciertas verdades, pero es desgarrador ser testigo del dolor de ese señor.
—La verdad es que, no estoy segura de su paradero —mintió con su voz vacilante.
—Si la ves, por favor, transmítele mi dilema y la urgencia de su padre.
—Puedes contar con ello —prometió Asia.
—Y Asia, no me borres de tu memoria, te lo pido por favor —dejó escapar Hernán.
—¿A qué viene eso? —Asia frunció el ceño, desconcertada.
—Parto mañana, al alba. Hay asuntos que debo atender lejos de aquí. La villa y yo nos despediremos con el primer rayo de luz.
—Pero, ¿a dónde vas?
—Eso no puedo revelarlo. Pero volveré. Hay batallas que aún necesito librar —declaró con solidez, no sin antes permitirse una mirada tierna al colgante que se mecía en el cuello de Asia. —Veo que guardas cariño al obsequio que te hice.
—No es solo cariño, aprecio este colgante más que a ninguna joya de oro —confesó Asia, justo antes de sentir los labios de Hernán robar un breve, pero significativo beso.
—Comienzas a hacer de esto un hábito —señaló Asia, justo cuando Hernán estaba por partir, con una sonrisa jugando en sus labios ocultando las preocupaciones que llevaba consigo.
Atraída por un impulso magnético, Asia se lanzó velozmente hacia él, provocando que Hernán girara con sorpresa, atrevidamente, ella se adueñó de sus labios en un beso arrebatador, que parecía haber estado incubándose en secreto, esperando aquel preciso instante para desbordarse, las caricias hacían vibrar sus cuerpo, era algo desenfrenado, el deseo los corrompía, Hernán abrió la habitación de huéspedes que estaba cerca y cayeron juntos a la cama en un beso, el se levantó y aseguró la puerta para luego ambos deshacerse de sus prendas, dejándose llevar por el placer y la pasión que desfogaban sus desnudos y vaporosos cuerpos rebosados de deseo el uno por el otro, piel por piel, entre un enredo de piernas y fragancias que se destilaban en aquellas sabanas blancas de algodón, quedo el legible sello del amor en su mas pura expresión carnal.
Ya era de noche, la oscuridad de la habitación parecía compactarse con la espera, y cada segundo que Asia pasaba en vela contando las estrellas hasta el alba era un tormento, sus ojos buscaban el primer atisbo de luz, el preludio del día que no podía dejar llegar sin actuar. Debía encontrarlo, detenerlo, no obstante, la fatiga del insomnio venció su determinación, dejándola en un sueño abrupto y rebelde.
Se había quedado dormida una hora más, sus pies, en un frenesí, la llevaron directo a los establos del palacio, allí encontró, a Arrow, su fiel andaluz, cuyo pelaje blanco moteado de negro, bajo una crin de nieve parecía reflejar los contrastes enrabiados de la propia vida. Con la agilidad de un lustrado jinete, ensilló y montó al melenudo corcel, quien partió a galope veloz con euforia retenida.
El puerto ya bullía en actividad cuando llegó, el viento golpeaba su cabello despeinado, comprobó lo que temía, el navío que se llevaba su más valioso tesoro, para ella ya este se había controvertido en un barco pirata que había zarpado, reduciéndose a un punto en el vasto azul marino, palpó el colgante en su cuello con las pestañas humedecidas, de todas formas tenía casi la total certeza de que lo volvería a ver.
El regreso al castillo se tiñó de melancolía, Arrow, bajo el peso de su jinete, no apaciguaba su compás, sus cascos marcaban el mismo ritmo, por las mejillas de la joven escurría el sentimiento como vela derretida. Al llegar a palacio se reincorporó rápidamente al trabajo sin que nadie notara su ausencia. Estaba pensativa mientras trabajaba, de repente un ruido interrumpió sus pensamientos, era Gisel, quien estaba comiendo fruta a escondidas en la esquina de la cocina.
—Lo siento mucho, Asia. He estado muy distante contigo.
—Hernán se ha ido —afirmó Asia con una mirada distraída y triste, como pescador que entretiene sus pupilas con gaviotas.
—¿Qué dices? —exclamó Gisel.
—Mencionó que su barco zarparía esta mañana —Gisel hizo un gesto como si fuera a perseguir el navío y soltó la fruta.
—No lo intentes, ya se ha ido. Fui esta mañana, pero ya se había distanciado del muelle.
—¿Por qué no me lo dijiste? —preguntó Gisel, molesta.
—Estabas muy ocupada con tu amigo —respondió—. Además, Hernán me dio un mensaje para ti. Dice que le informó a tu padre que te encontrabas en el castillo y que el pobre estaba muy preocupado. Te pidió que fueras a verlo.
—¿Mi padre? ¡Pero qué idiota!. Le dije que no hablara nada de eso con él —afirmó frustrada.
—Hernán me comentó que tu padre le preguntaba constantemente por ti y que ya no pudo ocultárselo más.
Turner entró en la cocina, apoyando su brazo sobre Gisel en un gesto posesivo:
—¿Qué estás haciendo, cariño? ¿Y quién es tu amiga? —preguntó con tono soberbio.
—Asia, mi señor. Ella es mi mejor amiga —respondió Gisel, nerviosa.
Turner frunció el ceño, recordando las palabras del príncipe.
—Así que tú eres la sirvienta de la que hablaba Jacobo —añadió, evaluando a Asia con una mirada escrutadora.
—Asia, sin inmutarse, respondió con una pizca de sarcasmo —¿Yo?, ¿a qué debo tal honor?
—La sirvienta hermosa de cabello ensortijado. El príncipe dice que eres muy bella, pero veo sólo otra mugrosa —dijo con indiferencia.
Gisel lanzó un suspiro frustrado, sabiendo que lidiaba con un noble y que como muchos no le hacían honores a su titulo.
Editado: 17.07.2024