Como en un cuento
Con el transcurrir de los días, el monarca dejó de mandar a Gisel con víveres para Asia, delegando esa tarea a un guardia reticente a pronunciar palabra alguna. Desde una distante cortesía, el Rey cumplía su visita acordada a la dama en exilio, manteniendo una conducta inmaculada en su presencia.
Hambrienta y esperando la llegada de su comida, Asia se asomaba en busca del guardia, pero en su lugar surgió Hernán, cuya aparición sorprendente generaba desconcierto, lo vio temiendo que el encuentro pudiese sellar sus destinos con la muerte. Hernán se presentó llevando la comida, tocó la puerta y ella con cautela abrió apenas lo suficiente para que su muñeca cupiera, recibió el alimento y cerró de inmediato.
—Desde ahora, me encargaré de usted, señorita —anunció Hernán con una voz suavizante— el rey me ha encomendado la custodia de esta torre, ha dicho que su salud es delicada, pero no se preocupe pronto se recuperará y dejará atrás este encierro.
Asia no respondió, el temor de levantar sospechas la mantenía muda, pero su semblante se iluminó al reconocer esa voz que le brindaba consuelo.
Según avanzaban los días, la tristeza inicial de Asia se transformó en alegría, la prueba impuesta por el Rey parecía superada, la presencia de Hernán le daba fuerzas. Corría riesgos solo para poder verlo aunque fuera por un instante, el rostro de Hernán a través de la ventana era más que suficiente. Recostada en su lecho, el súbito estallido de una botella en el piso alteró la quietud:
—No se alarme, lamento mucho esto —dijo con una voz claramente enturbiada por el alcohol—. Estoy algo embriagado. —Con manos temblorosas, extrajo una hoja de papel y, con escritura tambaleante, redactó una nota y la deslizó cuidadosamente por debajo de la puerta: Toca una vez si necesitas ayuda, de lo contrario, tres veces si te encuentras bien.
—¿Qué me ocurre? Estoy locamente enamorado de una mujer que se ha desvanecido. Se ha desaparecido sin dejar rastro, pareciendo haberse desintegrado en el aire, divagó él, corriendo los restos de cristales con el pie y pegando su espalda contra la puerta, su mirada seguía el trayecto del vino que corría como un río. Esta torre se inclina hacia el lado contrario, al igual que ella.
Las palabras salían a través de la rendija, Asia se acercó, la conmoción turbió su visión y respiró hondo antes de rozar la puerta levemente con los nudillos.
—¿Qué? —dijo Kostas en un tono serio
— ¿deseas que te deje salir?, ¿sientes lástima por mí? —preguntó —. No te compadezcas, eres la hija del rey, pero no tengo necesidad de tu piedad. Encuéntrala por mí si quieres ayudarme. Asia imaginó abrazos apasionados y lágrimas compartidas al formular una escapatoria juntos, todo eso se desmoronó al reconocer que carecía del coraje para tocar tres veces aquella puerta, así que la golpeó solo una vez.
—Estás bien, entonces me alegro, no quiero ser condenado a la horca por facilitar la fuga de la hija del rey en estas horas nocturnas y con tu estado de salud tan delicado. Mejor olvida esto—los efectos del vino vencían sus sentidos hasta que se rindió al sueño.
La mañana arrojaba pequeños rayos de luz solar al rostro de Asia, la puerta se abrió de golpe y un guardia corpulento irrumpió en la habitación, despertándola bruscamente de su sueño profundo, sobresaltada se encontró con los gestos duros del guardia clavados en ella.
—¡Despierta!, el Rey ha dado órdenes de llevarte al palacio —anunció el guardia con voz autoritaria, agarrándola del brazo con firmeza.
—¡Ya despiértate!, es una orden directa del Rey —repitió el otro guardia conduciéndola con rapidez hacia el carruaje real que esperaba afuera.
Al llegar al castillo, fue escoltada a una hermosa habitación de huéspedes, en la que destacaban los detalles en rojo oscuro.
—¿Por qué me han traído aquí?
—El rey nos ordenó traerte —respondió el guardia con una mirada seria, pero antes de que pudiera pedir más detalles, los gritos de la reina al abrir la puerta de golpe mostró su descontento ante la presencia de la chica en el castillo.
—¿Qué está sucediendo aquí? —demandó la reina con autoridad.
—Majestad nos dio órdenes de traer a su hija al castillo —contestó el guardia, la reina fulminó a Asia con la mirada
—¿Eres tú la que viene a interponerse en la familia real?, no tienes ningún derecho en la corona, ¿lo has entendido?
—¿Qué haces aquí? —preguntó el monarca molesto interviniendo con los gritos estruendosos de la reina.
—Dándole la cálida bienvenida a mi hijastra —respondió de manera seca.
—¡Lárgate!, —ordenó Francisco, la reina se retiraba con odio en sus ojos.
—No te preocupes por ella, pronto se acostumbrará
—Majestad, ¿qué pretende al traerme aquí? —cuestionó Asia desconfiada.
—Quería que dejaras aquel lugar. Me preocupaba que te sintieras sola —respondió con calma.
—Esta situación se está saliendo de control.
—Solo finge que eres mi hija y vivirás como una reina, y tu amado seguirá con vida.
—Si, Majestad —respondió asintiendo levemente, sin poder ocultar su evidente nerviosismo.
Asia caminaba por los pasillos del palacio yendo hacia la cocina, el eco de sus pisadas se escuchaban en la sobriedad del lugar, apenas percibía los murmullos distantes de los sirvientes y cortesanos ocupados en sus quehaceres, cuchicheando a sus espaldas, de repente, los gritos de la reina rompieron el aire, ella se detuvo un momento, sorprendida, y decidió acercarse con cautela para escuchar lo que ocurría.
—Se parece mucho a aquella mujerzuela de la pintura. ¿Era esa la mujer que decías amar? ¡Yo soy más hermosa que esa pintura! ¡Eres un maldito viejo que está perdiendo la cabeza!
—¡Cállate, mujer insolente! ¿Acaso quieres morir?
La joven se estremeció al escuchar la amenaza del rey, y decidió apresurarse hacia la cocina, consciente de que algo inquietante estaba ocurriendo.
Editado: 17.07.2024