Tenía al menos unos diez años el día en que caí de bruces al suelo mientras andaba en mi bicicleta. Recuerdo perfectamente el miedo que sentí cuando una mano se posó en mi brazo, no quería mirar, tenía miedo de quién pudiera ser. Al final, tuve que hacerlo.
– ¿Estás bien? – Unos perfectos ojos azules me miraban con preocupación. Abrí mi boca para hablar, pero no pude articular palabra alguna.
¿Recuerdan esa etapa en que no te cabe por la cabeza que te guste algún chico? Bueno, a mí hasta me daban asco, pero lo vi a él y me quedé sin palabras. Se veía tan lindo con esa mirada de preocupación y su corto cabello rubio completamente revuelto.
Sentí que el mundo se había parado, que ya no había sangre brotando de mi rodilla y que los pajaritos comenzaban a sonar a nuestro alrededor, parecía un cuento de hadas. Era la primera vez que me enamoraba.
Y ese pequeño lapso de tiempo en que vivía una fantasía, acabó en cuanto él estornudo en mi cara y una masa viscosa y verde salió de su nariz.
– Yo, uhm, lo siento... estoy resfriado. – Los colores subieron a sus mejillas.
Esa es la historia de mi primer amor, aunque, también es la historia de cómo decidí comenzar a escribir en un diario sobre mi vida amorosa, que por cierto, es toda una odisea.