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Donde Nadie nos Encuentre
El latido acelerado y ansioso de su corazón era lo único que rompía el silencio de la habitación de hotel donde se encontraba. Natalia estaba sentada en el borde de la cama, vigilando el sueño profundo de su pequeña Aurora.
La habitación olía a humedad y a madera vieja, no era un lugar bonito, pero ofrecía lo único que necesitaba esa fría noche: anonimato.
Aurora dormía abrazada a su muñeca, con el cabello enmarañado sobre la almohada y la respiración tranquila. Verla así, tan ajena al miedo, tan pequeña e inocente, le daba fuerzas para no desmoronarse ante tanto caos.
Natalia se levantó despacio.
El nudo creciente en su garganta dolía, y al intentar contener el llanto solo logró que un jadeo tembloroso escapara de sus labios, caminó hasta la ventana, corrió un poco la cortina y al mirar encontró la calle vacía, apenas iluminada por un farol que parpadeaba con insistencia.
No había coches, ni pasos, ni voces, solo el viento helado colándose por los diminutos agujeros del marco y, aun así, su corazón no lograba calmarse.
El miedo de ser encontrada la perturbaba cada segundo. Sabía lo que implicaba esconderse, cambiar de nombre, de ciudad, de historia pues no era la primera vez que huía, conocía perfectamente a Vadim.
Su aún esposo no se detendría hasta encontrarlas, no entendía el significado de la palabra “no”, aunque le había pedido le divorcio hacía meses seguía negándose.
Se había casado muy joven, deslumbrada por su sonrisa. Vadim era el hombre que toda mujer deseaba: elegante, educado, con un encanto que hacía olvidar los límites.
Hasta que el encanto se transformó en orden
Hasta que el amor se convirtió en control.
Hasta que ella ya no pudo reconocerse frente al espejo.
Así fue que su sueño de una familia feliz se convirtió en una horrenda pesadilla, Vadim y su problema con la bebida fue haciendo una grieta hasta que una noche entre gritos, forcejeo y algo más terminaron de romperlo todo.
Luego de cerrar la cortina, se deslizó en la cama, sin poder evitarlo acarició la mejilla tibia de su hija mientras dos lágrimas gruesas bajaban por sus mejillas.
—Mañana nos iremos, mi amor —susurró. —Más lejos, donde nadie nos encuentre.
Sus dedos temblaron cuando apagó la lámpara, la oscuridad del cuarto la envolvió, pero lo que más temía no estaba afuera.
Estaba dentro de ella.
En los recuerdos de un hombre que alguna vez aseguró amarla, y que ahora juraba que si no era suya no sería de nadie.
Natalia cerró los ojos, abrazó a su hija y se obligó a dormir, aunque sabía que, incluso en sueños, seguiría huyendo.
Las horas pasaron y Aurora despertó sonriendo, como si el mundo no escondiera monstruos. Sus dedos suaves se deslizaron por su rostro mientras besaba la nariz de su madre con ese amor que reparaba cada grieta de su corazón.
—Mami… ¿ya amaneció? —preguntó sonriendo.
—Sí, mi amor. —Natalia le respondió. —¿Dormiste bien?
—Soñé que estábamos en una casa grande, en un bosque con flores.
Natalia forzó una sonrisa y le acarició el cabello. —Podemos buscar una casa grande con jardín, ¿te parece?
La niña asintió emocionada. —Sí, lo tendremos, mamá.
Natalia la abrazó con fuerza, cerrando los ojos por un instante.
—Sí, lo tendremos… —repitió en un murmullo, aunque en su interior sabía que las promesas eran frágiles cuando alguien como Vadim respiraba en el mismo mundo.
Tres días después, el paisaje había cambiado por completo, la ciudad quedó atrás, y con ella los ruidos, los rostros y los fantasmas.
El tercer coche que Natalia había comprado de segunda mano subía por una carretera estrecha y serpenteante que se perdía entre montañas cubiertas de pinos, con cada curva, la niebla se hacía más espesa, y el silencio más denso.
Aurora miraba fascinada por la ventana.
—Mami, parece un cuento —dijo con los ojos brillando. Natalia asintió.
—Sí, uno donde nadie nos encontrará.
El cartel oxidado en la entrada del camino decía:
“Valle Encantado — 3 km”.
Siguió conduciendo hasta que el camino se volvió de tierra y el coche crujió con cada piedra. Al final, una pequeña construcción de madera apareció entre los árboles: un hostal antiguo, con flores secas colgando del pórtico y humo saliendo de una chimenea.
Al detenerse le sonrió a su hija. —Llegamos hija. —Descendieron del coche, el lugar olía a leña, a galleta recién horneado y a paz. Por primera vez en años, Natalia sintió algo parecido a alivio.
Una mujer mayor de sonrisa amable, las recibió y sin hacer demasiadas preguntas, les mostró una habitación sencilla, con mantas gruesas y una ventana que daba al bosque.
—Aquí estarán seguras, querida —dijo la mujer y ella sintió un escalofrío recorrer su piel, pues la mirada de la mujer transmitía un brillo especial, como si supiera más de lo que decía.