Sr. Lobo ¡quédate con nosotras!

✿Capítulo 02✿

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El gran lobo blanco

Biel observaba con atención esperando el momento oportuno para ver llorar a esos “mocosos insoportables”.

Disfrutaba el terror que su presencia imponente transmite, como los ojos de sus víctimas se dilatan de miedo, como las gotas de sudor se deslizan y el temblor de los labios pálidos al escuchar su aullido de alfa se hacía evidente.

El atardecer se había adueñado del bosque, pero esos engendros horrendos seguían gritando, desafiando el silencio sagrado que tanto amaba. Eran risas agudas, humanas, ruidosas. Sonaban fuera de lugar entre los árboles viejos y las piedras musgosas, profanando el silencio sagrado que adoraba.

Esos demonios le desagradaron de inmediato

—¿Quien en su sano juicio trae esas cosas al mundo? —se preguntó con aburrimiento soltando un gruñido bajo mientras ladeaba la cabeza.

Eran un total de tres niños rubios y regordetes, cubiertos con abrigos de colores que le hacían arder los ojos. Jugaban cerca del arroyo, lanzando piedras y chapoteando entre las raíces.

Uno de ellos, el más pequeño, tenía la cara enrojecida por el frío y un gorro torcido que le caía sobre los ojos. Biel lo observó con desprecio.

—Ni siquiera saben cómo moverse sin hacer ruido —murmuró entre dientes, fastidiado.

El bosque escuchaba. Todo lo que Biel hacía, el bosque lo sentíam era su territorio, su dominio, su herencia y, que esos pequeños intrusos lo llenaran de gritos y carcajadas era una ofensa.

Con diversión, comenzó a partir ramas y a golpear troncos con su garra, provocando chasquidos y ecos que rebotaban entre los árboles.

Los niños se quedaron quietos. Uno de ellos soltó una risita nerviosa, creyendo que quizás era el viento o algún animal pequeño, pero otro, el mayor, frunció el ceño y buscó con la mirada a su alrededor.

—¿Quién anda ahí? —preguntó con voz temblorosa.

Biel sonrió, mostrando apenas los colmillos, el miedo era una melodía deliciosa cuando se tocaba con paciencia.

Comenzó a rodearlos, despacio como un cazador a su presa, podía oler el sudor de los niños, el dulzor del miedo naciendo desde sus entrañas, soltó un aullido profundo que retumbó entre los troncos, desgarrando el aire con una vibración que hizo temblar incluso las hojas secas atrapadas en las ramas.

Los pequeños soltaron un grito que se congeló en sus gargantas, giraron la cabeza y lo vieron.

El gran lobo blanco emergió, cada movimiento suyo era medido, preciso, casi elegante. Caminó entre los árboles con una calma que era más aterradora que su furia, cada músculo bajo su pelaje se tensaba con gracia letal.

La ramas cedían bajo sus patas, pero no hacía un solo sonido: era como si el bosque mismo se abriera a su paso.

Los niños corrieron, tropezaron, gritaron, uno de ellos perdió un guante. El más pequeño cayó de rodillas, llorando en silencio, antes de levantarse y seguir al resto.

Biel los observó con indiferencia. —Mocosos inútiles.

Soltó un nuevo aullido, un sonido tan salvaje que el viento pareció estremecerse y cuando el eco murió, el bosque volvió al silencio.

—¡Cobardes! ¡Feos! ¡Llorones! —gruñó divertido, inclinando la cabeza y moviendo las orejas con desprecio.

Biel se acercó al agua.

Observó su reflejo desde la superficie: su melena blanca resplandecía, descubrió la mirada de un ser que ya no pertenecía del todo a lo humano ni a lo bestial.

Bebió un poco y el agua estaba helada, su cuerpo no tembló, su mente, sin embargo, se agitaba.

Detestaba el olor que habían dejado los intrusos a su alrededor, esos niños eran solo una muestra de lo que odiaba: inocencia inútil, ruido innecesario, debilidad vestida de risa.

Recordó un tiempo en que él también reía, un tiempo en que alguien, con voz suave, le llamaba mi pequeño lobo.

Gruñó para alejar el pensamiento.

La nostalgia era un lujo que no podía permitirse. Biel alzó la cabeza, olfateando el aire, otro aroma distinto inundó sus fosas nasales, no era humano del todo, ni animal.

Si no cálido y leve, sus orejas se movieron con atención descubriendo que no estaba solo.

—Así que decidiste seguirme —dijo, sin voltear.

De entre los árboles, una figura pequeña emergió. Un lobo joven, de pelaje gris oscuro, lo observaba con respeto y algo de temor, su auto nombrado beta, aunque lo corrió muchas veces, el huérfano lo seguía a todas partes.

—Alfa… yo… solo quería asegurarme de que no fueran cazadores.

Biel bufó.

—¿Y crees que tres bolas de grasa con piernas son una amenaza para mí?

El joven bajó la cabeza, avergonzado. El alfa se giró hacia él, imponente, pero sus ojos brillaron con una chispa burlona.

—No te disculpes. Si vas a seguirme, aprende algo: el miedo es un arma, no un castigo.

El joven asintió en silencio.



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En el texto hay: amor familiar, niña traviesa, alfa gruñón

Editado: 27.10.2025

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