St. Avalon

Capitulo 2

Ada

Para mi mala suerte, sigo aquí. No me escapé anoche. No prendí fuego nada. No hice nada de lo que pensé mientras veía el techo.

Cobarde.

Para ser mi primera noche, no estuvo tan mal… creo. Obvio, no es un hotel cinco estrellas, pero tampoco es tan mierda como creí. Me levanto con el mismo entusiasmo que tiene un preso en lunes y me obligo a salir de mi refugio de sábanas.

_Oh, hola, ¿cómo estás? -La británica sale del baño, y casi me mata del susto.

_Mierda, me había olvidado que existías.

_Creo que debería ofenderme, pero… -mira el reloj- se hace tarde y tienes clases. Hola, existo, y tú también llegas tarde.

Genial, gracias por recordármelo.

Se va sin más, dejándome sola en esta habitación que parece demasiado limpia para mí. Agarro una barra de proteína y me la como mientras corro por los pasillos para llegar antes que la campana.

Llego a tiempo. Milagro.

Me siento en mi asiento, el mismo que ayer, y dejo que mis ojos hagan lo suyo: analizar. Observar. Juzgar.

Todos aquí parecen una caricatura: las niñas populares, los nerds, los ricos wannabe. Nada nuevo.
Hasta que ella entra.

La rubia.

Silencio absoluto.

Sus pasos son tan suaves que casi no suenan. No mira a nadie. Ni siquiera parece vernos. Se sienta adelante y esconde la cara en un libro.

_Mira, la muda llegó tarde.

_La vi ayer vagando de noche.

_¿Qué hace siempre sola?

Los susurros empiezan a multiplicarse, como moscas alrededor de un cadáver. No dicen su nombre, pero sé que hablan de ella.
Yo también quiero saber.

La clase empieza, pero mi atención no está en el profesor. Está en la rubia.

Hay algo en ella que no encaja. Es como si… no existiera, pero al mismo tiempo llenara el salón con su silencio.

Ni siquiera me di cuenta de que la hora pasó hasta que el timbre sonó.

Todos salen. Yo me acercó.

_Hola, soy Ada. -Pongo la cara más amigable que puedo.

Ella no levanta la cabeza. No me mira. No dice nada. Simplemente se levanta, guarda sus cosas y se va.

_Ni lo intentes -dice una voz detrás de mí. Me giro. Un grupo de chicas la observa con cara de aburrimiento.

_ No habla con nadie -agrega otra.

_ En cinco años aquí, le escuché decir menos de diez palabras. Y solo a profesores.

Genial. Misteriosa, muda y antisocial. Perfecta para mí.

Más tarde, en el comedor, escucho rumores sobre ella. Nada concreto, solo chismes: que su familia es millonaria, que su madre es modelo, que su padre es alguien poderoso, que ella nunca sonríe, que siempre está enferma. Cada uno inventa una teoría distinta.

Hasta creo escuchar algo de reptilianos.

Idiotas.

La veo sentada sola, perfectamente erguida, observando la comida en su plato que ni siquiera toca y la cual es completamente diferente a lo que nos sirven a nosotros.

Quiero molestarla. Quiero ver si tiene alguna reacción humana. Pero no lo hago

No por ahora.

Suena la campana dando la orden de volver a clases, de pronto el comedor se convierte en una avalancha de hormonas con patas y pierdo a la rubia de vista.

No me quedas más que seguir con mi día y resignarme a morir de aburrimiento.

Los pasillos están vacíos cuando voy de regreso a mi habitación. El ambiente es raro, pesado. El aire frío me da escalofríos y tengo la sensación de que estas paredes podrían tragarme.

“Contesta el puto teléfono, come on baby…”
Mi tono de llamada casi me da un infarto.

_¡Mierda! -Respondo sin mirar quién es.

_Hola, hija -la voz grave suena al otro lado.

El diablo aprendió a usar celulares.

Increíble.

_Papá. Hola. ¿Cómo estás?

_He estado ocupado, pero quería saber cómo estabas -responde.

Ahora sí que las cosas están raras.

_Estoy igual que un preso en celda nueva, ¿cómo crees? -ruedo los ojos-. ¿Pasó algo? No sueles llamarme.

_Nada en concreto. Solo quería saber si te adaptas. Veo que sí. Si necesitas algo, llama a mi asistente. Adiós, Ada.

_Espera, papá… -Miro el teléfono. Ya cortó. Suspiro-. Adiós.

Llego a mi cuarto, me doy una ducha rápida y me tiro a la cama. Este día fue más corto de lo que pensé.

Me despierto agitada. El sudor me pega el pijama a la piel. Sin pensarlo, me levanto y salgo al pasillo.

Necesito aire.

El internado parece embrujado a estas horas. Me muevo en silencio, con el corazón latiéndome en los oídos. Subo hasta el balcón del piso superior.

La luna ilumina el patio. Según mi madre, la luna tiene “propiedades curativas”. Patrañas, pero al menos me ayuda a respirar.

Entonces la veo.

Ella.

La rubia está corriendo sola, bajo la luz de la luna, con el cabello pegado al rostro y el uniforme cambiado por ropa deportiva negra. Corre como si le fuera la vida en ello.

Qué rara es.

Un pensamientos fugaz se mete a mi mente.
¿Y si salgo a correr ahora?
Pensamiento que se descarta a los segundos, cuando recuerdo que con mi estado físico me desmayo a los dos minutos de carrera.

La observo, fascinada. Y entonces, como si lo sintiera, levanta la cabeza. Nuestros ojos se cruzan.

El contacto dura un segundo. Un segundo que me parece eterno.

Soy yo quien rompe la mirada y me escondo tras el barandal.

Demaciado aire para mi cerebro.

Regreso a mi cuarto. Me meto en la cama. Esta vez me mantengo ahí hasta que los primeros rayos del sol entran por la persiana.

Me levanto contra mi voluntad, me preparo para el día y bajo a desayunar tan temprano que ni la británica ha despertado aún.

No la veo en todo el día.

Aburrido.

Creo que es una señal para empezar a madrugar diariamente.




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