Staeling

Capítulo • 1

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DESEO DE CUMPLAÑOS...

 

El cielo rugió violento. Una luz iluminó fugazmente el frío y oscuro callejón que recorría casi arrastrando las piernas. Las gotas de lluvia me empapaban la cabeza. Mis cabellos negros se pegaban en trazos irregulares sobre mi frente y mis ojos no podían dejar de verter lágrimas como si corrieran un maratón: una detrás de la otra.

¿Qué tan cruel tendrías que ser para terminar con tu novia el día de su cumpleaños? ¿O qué tan mala novia tendrías que ser para merecer ser dejada el día de tu cumpleaños? ¡Pues pregúntenme a mí! Estoy a nada de sacarme el master en «relaciones fallidas», seguro me iba mejor que como novelista.

Tal vez ahí estaba la raíz del problema, según mi mejor amiga Alex, el verdadero problema radicaba en mi trabajo como novelista. Desde que había aprendido a refugiarme en los libros mi vida había dado un giro inexplicable. Ahora, cada vez que me sentía sola, abandonada o vacía, solo tenía que volver a mi computadora y el mundo fuera parecía desvanecerse. Haciendo las vidas de mis personajes mucho más miserables que las mías todo se ponía en perspectiva y entonces pensaba «¡Hey! Ed, alégrate, podrías ser reina de un planeta alienígena y tener a todo un reino enemigo persiguiéndote entre galaxias», entonces podía llevarme una mano al pecho, exhalar y dar gracias a Dios por tener a una bruja de hermanastra como la mayor de mis preocupaciones.

Aunque poniendo las cartas sobre la mesa, el mundo también sería un mejor lugar si los chicos fueran como en los libros: guapos caballeros de armadura oxidada, con voz gruesa mata-zorras, ojos brillantes y dominantes, brazos fuertes y bien trabajados, millonarios exigentes, unos completos mujeriegos que finalmente terminan enamorándose de la chica ordinaria, entonces hacen un voto imaginario de castidad y renuncian a la poligamia, defienden a la chica de los maleantes, pelean y terminan cediendo porque saben que es mejor conservar a su lado a la chica que aman… y viven felices para siempre.

Las lágrimas se arremolinaron nuevamente sobre mis mejillas. Era una tonta por creer en una fantasía. En la vida real los hombres eran crueles, las mujeres unas caprichosas y la vida no nos sonreía genuinamente.

Pateé con fuerza el pequeño charco se había formado debajo de mis pies mientras esperaba el autobús. Quería ser ese charco, a esas alturas, quería ser hasta la piedra que aquel pequeño rubio pateaba mientras caminaba, seguro se sentiría mejor ser azotada por un bebé que cambiada por Lizzy-curvas-de-gelatina-Sánchez. ¡Esa mujer me quitaba todo! Y ni siquiera recuerdo cuando comenzó.

Cuando éramos pequeñas y asistíamos al jardín de niños, los profesores repartían los crayones y, ¡adivinen! Sí, ella tenía los crayones completos, mientras yo tenía aquellos que los otros niños ya habían partido a la mitad, además, mi almuerzo era suyo la mayor parte del tiempo y cuando entramos a la secundaria las cosas no mejoraron ni siquiera un poco. Mi padre, el entrenador del equipo de futbol en la preparatoria y su madre, la psicóloga del instituto, se enamoraron y se casaron. En ese tiempo todavía ni siquiera entraba a la preparatoria y ya la estaba odiando.

Y casi como si Mahoma hubiese reencarnado en mí como su máxima profeta, al entrar a la preparatoria todo se fue a la basura. Lizzy logró posicionarse rápidamente como líder del equipo de porristas, mientras yo me encargaba de escribir columnas en el periódico escolar, así fue como comencé a volverme prácticamente un fantasma dentro de mi propia casa. Mi padre y Lizzy tenían ahora tantas cosas en común y, vamos, su madre no iba a ignorarla, así que cuando los temas de deportes dominaban sobre la mesa (que ocurría más o menos un 80% de las veces), mi voz quedaba varada en la bahía de la soledad.

Cedí mi habitación cuando su madre y ella se mudaron, no protesté cuando renuncié a mi baño privado en la recamara principal, ni cuando cambió los sábados de pizza por sábados de sushi, tampoco dije nada cuando decidió pintar de rosa el auto que nos compró papá para ir a la universidad, ni le he dicho a mi padre que algunas veces ni siquiera puedo subir a el porque el maldito club de porristas es demasiado impaciente y mi puesto en el periódico demanda un poco de tiempo extra.

Mis crayones, mi almuerzo, mi padre, mi recamara, mi baño, mi auto, ¡mi maldita pizza! Y ahora mi novio.

Mis manos se volvieron puños a mis costados, la rabia subía por mi garganta y me dejaba un sabor metálico en la lengua. Necesitaba descargar toda mi ira en algo más que apretar mi falda entre los dedos. Necesitaba golpear algo con urgencia.

—Si sigues rechinando los dientes de esa manera, vas a perderlos antes de los treinta —advirtió una voz femenina detrás de mí.




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