Ava
—¡Ava!
El golpe seco sobre el mostrador me saca del trance.
Su voz ronca rebota en las paredes del Moonlight Café mientras se acomoda la vieja hebilla del cinturón, esa que ya no puede con el peso de su barriga.
—Una hamburguesa doble carne, doble queso, doble ración de papas y una malteada. —Chasquea los dedos frente a mí, impaciente—. ¿Hoy está la promoción dos por uno?
—Eso es solo para niños, alguacil Smith. —Intento sonreír mientras enciendo la plancha—. Y solo estará hasta fin de mes, por aquello del Halloween. Ah, y por supuesto solo si viene disfrazado.
—Pues deberían ampliarla. Todos merecemos un descuento en octubre. Hasta los viejos servidores del orden —vuelve a acomodarse la hebilla y sé que ya es una costumbre hacerlo—. El caso de Tiffany me tiene trabajando el doble y, por lo mismo, comiendo el doble.
El nombre mencionado me da un pequeño escalofrío.
Desapareció ayer. Nadie la ha visto desde entonces, lo que es raro porque en este pueblo todos se conocen. Y nunca pasa nada. La gente no desaparece, sólo se cansa del pueblo sin futuro y se van. Por eso se rumora que se escapó con un novio y si me lo preguntas yo también lo haría si tuviera un padre como el suyo.
Por lo visto al único al que le interesa su paradero es al alguacil que sigue buscándola desde que desapareció.
Su voz se pierde entre el siseo de la carne mientras se ubica en una mesa alejada. Afuera la lluvia cae, más fuerte, y por un instante me parece escuchar el tintineo de la campanita de la puerta aunque nadie entra. Sirvo su malteada y lo observo mientras devora las papas. Me cae bien, aunque siempre hable demasiado. En este pueblo todos lo hacen. Tal vez por eso me gusta este turno de noche, el silencio, la sensación de que el mundo se detiene solo para mí.
A veces pienso que el tiempo aquí se detuvo en los noventa. Las luces de neón titilan sobre las paredes color vino, la radio suena con canciones que mi madre escuchaba cuando era adolescente, y el aire tiene ese sabor a nostalgia que nadie nota, excepto yo. Los pisos a cuadros blancos y negros son tan viejos que temo que algún día se abran y me treguen.
Son casi las diez cuando el alguacil sale de la cafetería dejándome nuevamente sola. Me apoyo en la barra, con la barbilla en la mano, mirando cómo el vapor de una taza vacía se disuelve en el aire. Es mi tercer turno de cierre esta semana y, aun así, sigo viniendo con gusto. Este lugar tiene algo familiar. Quizá porque no pasa nada.
Desbloqueo el celular. Ciento doce seguidores. Ni uno más desde hace semanas. La mayoría son ex compañeros del colegio, cuentas inactivas o gente que solo me sigue por cortesía. Pero igual subo historias, videos, cualquier cosa. Hablo frente a la cámara como si tuviera audiencia. Me gusta imaginar que alguien, en algún rincón del mundo, me está mirando.
Grabo un pequeño clip. La cámara frontal refleja las luces cálidas del local y mi cara cansada. Turno nocturno otra vez en el Moonlight Café, escribo en el pie de foto. Agrego mis hashtags de siempre: #stalkéame #sígueme #obsesionate
Subo el video con un filtro que nada tiene que envidiarle a un cutis coreano, le agrego una canción, adecuada para la fecha, de fondo y cierro la app. Miro por el ventanal y sigue lloviendo a cántaros. Pienso en que el mes de octubre, especial el día de Halloween, tiene algo poético, como si todo el mundo se disfrazara para mostrar quién es realmente. Pasan alrededor de dos horas y no pasa nada emocionante alrededor. Ni un cliente aparece para entablar una conversación y no caer en la locura.
El teléfono vibra, la pantalla me ilumina el rostro avisando que llegó una notificación. Abro nuevamente la app y leo: Tu publicación se ha compartido. Frunzo el ceño. Nadie comparte mis videos. Deslizo el dedo y hay algo más.
@the.mask ha comenzado a seguirte.
Entro al perfil, presa de la curiosidad y me encuentro con miles de publicaciones. Ciento de fotos. Todas con una máscara negra, algo aterradora. Sobre los ojos, dos grandes equis luminosas en un azul neón vibrante destellan como si parpadeara con vida propia. La sonrisa está tallada en una mueca siniestra, extendida de oreja a oreja, con líneas de luz azul que simulan dientes perfectos, dándole un aire perversamente juguetón.
Hay videos. Miles de ellos; en un sillón, en su cama, en lugares públicos, pero sin nada de gente a su alrededor. No sé por qué sigo mirando. Tal vez porque quiero entender qué tipo de persona se esconde detrás de esa máscara. Tiene seguidores. Millones. Ni siquiera miles. Sigo revisando sus publicaciones, reproduciendo cada video; siempre viste de negro completamente y nunca muestra la cara. Hay algo fascinante en lo que hace a la misma medida que aterrador. Voy a los comentarios donde paso el resto de la madrugada leyendo la cantidad de mensajes que chicas de mi edad le escriben. El teléfono vibra en mis manos y por algún motivo me sobresalto. Es un mensaje privado.
@the.mask: Ya te stalkee, te seguí. Ahora solo me queda acecharte… O tal vez, ya lo hago.
Un trueno retumba en las paredes al tiempo que el tintinear de La campanita avisa que alguien ha entrado.