Stalkéame, baby

Envíame un mensaje

Ava

@the.mask: Ese lazo rosado hace que tus rizos rubios se vean más brillantes.

Saco el teléfono y vuelvo a leer el mensaje que me envió esta tarde antes de salir de casa. Al principio eran uno o dos mensajes al día, siempre cortos, como si sólo quisiera llamar mi atención. Después fueron más largos. Más íntimos. Más peligrosamente míos.

Han pasado dos días desde que me escribió por primera vez, y desde entonces mis seguidores subieron a más de mil, todo por aquel video que subí y él reposteó. No voy a negar que cada vibración del celular me sobresalta. Primero, porque no tengo a nadie que me escriba; y segundo, porque saber que alguien pasa el día observándote solo para decirte cosas como:

@the.mask: Parpadeas más rápido cuando estás nerviosa. Hoy lo hiciste tres veces frente al espejo.

Es aterrador.

Al principio creía que estaba alucinando, que alguien me seguía entre las sombras, pero con este último mensaje no hay duda de que es él quien me observa. Me acecha. Sabe cuándo trabajo, cuándo salgo a fumar, para calmar el frío o la ansiedad, detrás del local, incluso cuándo me quedo dormida en la barra esperando que el reloj marque la hora de cerrar.

Creo que está jugando con mi mente, porque empiezo a verlo en todas partes.

En los reflejos del ventanal empañado, en las sombras que deja la lluvia al caer sobre el asfalto, incluso en los clientes que entran solo a pedir un café y se quedan mirándome más de la cuenta. No sé si lo imagino, pero siento su presencia mezclada con el aroma del espresso y el murmullo de la radio vieja. Cada vez que suena la campanilla de la puerta mi cuerpo se tensa. No puedo evitar imaginar que será él, cruzando el umbral con esa máscara de luz azul neón que me mira incluso cuando cierro los ojos. A veces me quedo inmóvil, esperando que la campanilla suene de nuevo, temiendo —y deseando— que lo haga.

No sé cuándo empezó a volverse cotidiano. Los mensajes, digo. Y lo peor de todo es que empiezo a esperarlos.

No debería, lo sé.

Pero hay algo en sus palabras, algo que me eriza la piel, no solo por miedo, sino por esa sensación enfermiza de que alguien me ve realmente.

Miro la hora antes de meter mi celular en el bolsillo y después de releer su último mensaje. Ya han pasado cuatro horas y quince minutos.

La campanilla sobre la puerta del Moonlight Café suena cuatro veces seguidas. Una corriente fría entra junto a un grupo de tres jóvenes disfrazados. Uno, viene vestido de vampiro, al estilo Drácula, con sus colmillos por fuera y toda la parafernalia incluida, otro de un jugador de El Juego del calamar y por último está Jack, el Destripador. Entran riendo, empapados por la lluvia de octubre.

Después de ellos, una chica que parece que estuvo llorando o tal vez sea gotas de agua lluvia qué corren por sus mejillas, tiene unas alas de cartón, pero no logro descifrar de qué es su disfraz. Me sonríe y le hago el mismo gesto cuando toma asiento en una mesa, solitaria. Detrás de ella, entran dos amigos haciéndose bromas y por último el alguacil.

El lugar se llena de voces, de olor a perfume barato y risas nerviosas.

Sonrío por costumbre. A veces olvido lo fácil que es fingir normalidad.

—¡Buenas noches! ¿Qué van a pedir? —pregunto, mientras acomodo la bandeja.

Los del grupo de los chicos disfrazados piden combos de hamburguesas dos por uno, con batidos de helados. Tomo nota de sus pedidos y paso a la mesa de los dos amigos, uno pide café solo y el otro té de menta. El alguacil me reclama por qué el grupo de jóvenes —que no son niños— pueden pedir la promoción dos por uno cuando intento tomar el pedido de la chica solitaria que no hace más que llorar. Al final niega con la cabeza y dice que no quiere nada, solo resguardarse de la lluvia.

Saco rápidamente el pedido de las hamburguesas y el celular vibra en mi bolsillo cuando estoy sirviendo los batidos. Lo saco porque por algún motivo he estado esperando un mensaje de él y no me equivoco cuando leo:

@the.mask: Eres más hermosa cuando te concentras en lo que haces y crees que no te están mirando.

Una de las malteadas cae al suelo por la impresión. El líquido espeso se esparce hasta mis zapatos, pero no me apresuro a limpiarlo. Busco entre las personas a mi alrededor, intentando descifrar si está aquí. Si él está aquí.

Del grupo de amigos disfrazados, uno escribe en su celular. Es el que lleva el disfraz de Jack, el Destripador. Teclea con rapidez, concentrado, mientras los demás hablan y hacen bromas sin prestarle atención. Sus dedos se mueven demasiado rápido. Sigo buscando con la mirada. Los dos amigos del fondo siguen enfrascados en una discusión sobre el partido de fútbol que está por comenzar.

La chica de las alas de cartón, la que antes lloraba, ya se ha marchado. Y el alguacil Smith, como siempre, revisa el menú con esa parsimonia suya, para al final pedir lo mismo de todos los días. Nadie parece estar fuera de lugar.

Quizás me ve desde afuera y yo intentando buscar adentro.

Después de que la cafetería se vacía, no llegan más clientes. El reloj marca las once y cuarenta y cinco y empiezo a recoger vasos vacíos. Limpio las mesas con un trapo húmedo y apago una a una las lámparas colgantes. El eco de mis pasos rebota en las baldosas. La lluvia golpea los ventanales y me preparo mentalmete para abrigarme bien y usar mi paraguas de camino a casa.

Cuando cierro la caja registradora, noto que mis manos están frías, han estado así desde el último mensaje. No sé si es el agua del trapo o los nervios acumulados.

Todo el día tuve la sensación de que él estaba ahí, mezclado entre la gente, escondido en una mirada, en un reflejo, en un gesto. Meto las llaves en el bolsillo del abrigo y me acerco a la puerta principal. Entonces mi teléfono vibra y ya sé quien es.




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