Ava
Es Halloween.
Han pasado dos días desde que The.Mask me salvó, dos días en los que mi teléfono no ha vibrado ni una sola vez con su nombre en la pantalla. Y aunque no quiero admitirlo, lo extraño. Extraño el sonido del mensaje entrando, la breve descarga eléctrica que me recorre el cuerpo antes de leer sus palabras. Extraño su atención. La sensación, tan absurda y adictiva, de ser observada.
Desde que desapareció, todo parece más plano. Las calles, la cafetería, incluso mi reflejo. Como si, al hacerlo, se hubiese llevado algo que me pertenecía. Sigue subiendo videos en sus redes. Incluso lo he visto más activo en estos últimos días, respondiendo los comentarios de las chicas que le escriben, usando las mismas frases que antes me decía a mí.
Eso es lo peor.
Saber que no se ha ido, que está ahí afuera, jugando con otras mientras me ignora. Como si el problema fuera conmigo. Como si yo hubiera hecho algo para perder su atención, para que dejara de mirarme.
A veces pienso que me está castigando.
Que el silencio es su forma de hacerme pagar algo que no entiendo. ¿Quizás por no demostrarle miedo cuando se me acercó en el callejón? Pero es que no siento miedo. O tal vez sí, pero de otra forma. No ese miedo que paraliza, sino el que te eriza la piel y te hace buscar el peligro con la lengua entre los dientes.
Recuerdo la primera vez que sentí miedo y no hice nada.
Tenía seis años. Mi padre llegó tarde, con la corbata suelta y los ojos rojos. Aquella noche, mientras mi madre lloraba en la cocina, él subió las escaleras y me encontró despierta, fingiendo dormir. Se sentó en el borde de la cama y me acarició el cabello. Su mano olía a cigarrillo. Me dijo que era una niña buena, que siempre lo obedeciera, que los hombres se van cuando las mujeres dejan de ser dulces. Yo no entendía del todo lo que significaban sus palabras, pero sentí el miedo meterse bajo mi piel.
Desde entonces, aprendí a sonreír aunque algo dentro de mí gritara. Aprendí a quedarme quieta cuando debía correr. Aprendí a sonreír aunque estuviera triste.
Respiro hondo y tomo mi teléfono. La pantalla me devuelve la imagen de mi cara maquillada de conejita, mi sonrisa perfectamente calculada y mis ojos que ya no saben esconder la tristeza. Orejas blancas, mallas de red, minifalda y su respectiva colita. Tomo la selfie en el espejo de la cafetería y escribo.
“Esta conejita necesita ser cazada”.
Cierro la app con el corazón latiendome a mil, una mezcla de ansiedad y expectativa. Imaginándome que él está al otro lado de la pantalla, esperando solo una señal.
Paso todo el día atendiendo a multitudes de niños disfrazados que entran buscando su combo dos por uno. Las orejas de gato, las capas de vampiro, los disfraces mal hechos de superhéroes se mezclan con el olor a grasa y chocolate derretido. Las risas llenan el local, pero no logran cubrir el silencio que llevo dentro. Reviso el celular cada tanto, con la excusa de mirar la hora o cambiar la música, pero en realidad lo hago porque espero ver cualquier señal.
Nada pasa.
Ni un mensaje.
Ni siquiera uno de esos cortos y enigmáticos que solía enviarme al principio.
Me repito que es mejor así, que no necesito a nadie siguiéndome para sentirme viva. Pero mientras seco la barra y veo a través del vidrio de la ventana pienso en esa sensación de peligro que me recorría cuando leía sus mensajes, ese tipo de miedo que me calienta por dentro antes de enfriarme la sangre.
Intento llamar su atención nuevamente.
Esta vez subo una historia en el espejo del baño empañado, mi reflejo apenas visible entre el vapor, y con la yema del dedo dibujo una sonrisa triste. Esta vez escribo.
“Si vas a mirarme hazlo de frente” .
Durante unos segundos me quedo observando la pantalla, esperando que aparezca una notificación, algo que me dé una señal de que aún me observa. Entonces veo aparecer su nombre de primero avisando que ha visto mi historia. El corazón me da un salto tan fuerte que casi puedo escucharlo. Sé que es ridículo, que nadie en su sano juicio sonreiría al saberse observada por alguien como él, pero lo hago. Sonrío por primera vez en todo el día.
Bajo las escaleras, toco dos veces la puerta, como siempre, y dejo el combo dos por uno al pie de las escaleras. Salgo del Moonlight Café y el ruido me envuelve.
Las calles están llenas de niños disfrazados, corriendo con sus calabazas repletas de luces. Me ajusto las orejas de conejita y me pierdo entre la multitud, entre pequeños monstruos, brujas y superhéroes que piden dulces de puerta en puerta.
El aire está húmedo, y la luna se esconde detrás de una capa de nubes finas que apenas iluminan la acera. Una pareja disfrazada de Minions pasa por mi lado, riendo y algunos niños me rodean juguetonamente.
Por un instante, imagino que él está al otro lado, mirándome como lo hacía antes. Me estremezco al pensar que podría estar cerca de mí. Intento no pensar en eso, solo caminar.
Las luces parpadean, los pasos de la gente se confunden con los míos, y todo el pueblo parece un teatro donde cada uno interpreta su papel. Los que fingen miedo, los que fingen amor, los que fingen estar vivos. Y yo, la que finge no estar esperándolo.
Hay algo en la noche, algo que vibra, como si el silencio antes de una tormenta estuviera a punto de romperse.
Mi teléfono vibra.
El sonido me hace detenerme.
La notificación ilumina la pantalla.
@the.mask está transmitiendo en vivo.
Abro la transmisión.
El video tarda un segundo en cargar, y cuando lo hace, la sangre se me congela. Reconozco las calles. También a la pareja disfrazada de Minions que pasa frente a la cámara. Los vi hace apenas un minuto, justo antes de doblar la esquina.
El lente se mueve hasta enfocarse en mi silueta. Mi disfraz, mis orejas de conejita, el brillo de mi cabello. Yo, vista desde atrás, caminando, sin darme cuenta de que soy la protagonista del en vivo.